Es extraño pensar que el amor también se gasta. Que el tiempo, con su paciencia implacable, desgasta incluso las cosas que parecían inquebrantables. Marion Cotillard y Guillaume Canet han caminado juntos casi dos décadas, enlazados por un hilo invisible que tejieron entre rodajes, hijos y silencios. Y ahora, con la misma sobriedad con la que vivieron su historia, anuncian que ese hilo se ha roto.
“Por mutuo acuerdo”, dicen en un comunicado breve. Nada en la relación de Marion y Guillaume fue estridente. Ni la forma en la que se conocieron, rodando juntos la inocente Love Me If You Dare (Quiéreme Si Te Atreves). Ni la manera en que se convirtieron en padres de Marcel y Louise. Ni siquiera los rumores que, durante años, quisieron manchar su discreción, su empeño casi quijotesco por preservar un rincón de intimidad lejos del mundo.
Pero el amor, como la vida, no responde a un guion. Quizá lo sabían desde hacía tiempo. Quizá lo fueron aceptando despacio. Ahora, ambos piden respeto, como si todavía quisieran proteger ese mundo pequeño que construyeron a solas, a salvo de los flashes, incluso de sus propias dudas.

Durante años, el cine francés los miró con veneración: la actriz que encarnó a Edith Piaf con la mirada rota, el actor convertido en director que narraba historias de un país a punto de perder la inocencia.
Marion y Guillaume parecían estar en el centro de todo y al mismo tiempo en los márgenes, esquivando entrevistas personales, negándose a la teatralidad de las alfombras rojas convertidas en comedias sentimentales. Su amor fue real precisamente porque no necesitaba de la gran escena final.
Hoy, en un comunicado seco, confirman lo inevitable: se separan. Quizá lo que más duele no es la separación en sí, sino la forma en que el tiempo convierte incluso el amor más rotundo en algo frágil, casi liviano.
Ahora comienza otro capítulo. Nadie sabe cómo se escribe. Tal vez ahí resida la esperanza: en aprender de nuevo a estar solos, en saber que amar -con sus cicatrices, sus desgarros y su hermosura- no siempre significa quedarse, sino también saber marcharse.
Y en ese adiós tranquilo, discreto, casi elegante, se escucha un eco de lo que fueron, de lo que aún son: dos seres humanos que, a pesar de todo, seguirán protegiendo la única obra que importa de verdad, sus hijos, mientras aprenden a pronunciar la palabra “fin” con la dignidad con la que, alguna vez, aprendieron a decir “te quiero”.