Hay hombres que no solo levantan edificios, sino que tocan el alma de las piedras. Antoni Gaudí fue uno de ellos. Arquitecto del asombro, artesano de la luz, su obra no se impone: revela. Como si cada arco, cada columna, cada fragmento de mosaico llevara impreso el aliento de un Creador que no firma pero habita. A casi un siglo de su muerte, su huella no se mide en planos ni alturas, sino en la profundidad con que sigue hablando al corazón del ser humano.
Chiara Curti, arquitecta italiana afincada en Barcelona, investiga desde hace más de veinte años la vida y obra de Gaudí. Conoció su figura trabajando en la Sagrada Familia y la suya es una mirada profundamente espiritual, humana y libre de etiquetas. En el Año Gaudí, cuando se cumplen 99 años de su muerte, su testimonio ayuda a recuperar al hombre detrás del genio.
¿Cómo comenzó tu vínculo con Gaudí?
Fue un encuentro muy inesperado. Yo vine a Barcelona por amor: me casé con un español y vine aquí, no conocía mucho de la ciudad, ni de Gaudí. En ese momento no encontraba trabajo, y por mediación de una amiga entré en la Sagrada Familia como guía. Al principio era un trabajo sin más. Luego me dijeron que como hablaba bien italiano, podía traducir algunos textos del templo. Fue entonces cuando empecé a leer cosas suyas. Y ahí fue donde empecé a encontrarme con Gaudí. Cada frase me golpeaba, me hablaba. Sentí que tenía algo que ver conmigo. Fue una conmoción interior que me llevó incluso a leer su biografía espiritual. No era una cuestión de ideas, sino una experiencia profunda.
¿Y cuándo sentiste que se convertía en algo más que un trabajo?
Cuando empecé a entender que no era solo arquitectura. Me estaba haciendo leer mi historia a la luz de la historia de otro. Me ayudó a leer mi camino personal, profesional, incluso familiar. Con el tiempo he seguido trabajando en esto desde muchos ángulos: como guía, como traductora, en congresos, en comisiones, dando clases, haciendo visitas. Pero todo surgió de esa lectura profunda que me interpeló. Para mí Gaudí no es solo un arquitecto. Es una compañía espiritual. Me ha hecho entender la arquitectura de otra manera. Me ha enseñado a mirar.

¿Qué has descubierto en su figura que no se suele contar?
He aprendido que hay un Gaudí más allá de los extremos. Hay quien lo ve como un santón, un místico asceta, y otros lo pintan como un artista atormentado, un anarquista genial. Pero ninguna caricatura le hace justicia. Gaudí era un hombre muy concreto. Profundamente humano. Vivía su fe con radicalidad, pero también con alegría, con humor. Él siempre decía: “Mi cliente no tiene prisa”, refiriéndose a Dios. Y lo decía con una sonrisa. Era un hombre con sentido del humor, nada sombrío. Y no tenía ningún deseo de protagonismo.
¿Esa falta de protagonismo también se ve en su manera de trabajar?
Sí. Él no quería controlar todo. En sus obras no buscaba la perfección, sino algo más profundo: colaborar con el Creador. Por eso no le preocupaba dejar cosas inacabadas. Lo importante no era terminarlas, sino que fueran fieles a una inspiración más alta. En Montserrat, en la Pedrera, dejó cosas sin concluir porque entendía que su misión no era imponer una forma, sino custodiar un proceso. Lo mismo pasa con la Sagrada Familia: él sabía que no la vería terminada, pero eso no le preocupaba. Sabía que no era suya. Era de Dios y del pueblo.
¿Hay un gesto concreto que lo represente bien?
Hay muchos, pero uno muy bonito es cómo trataba a los obreros. Él ayudaba a algunos a encontrar trabajo en otras obras si veía que no era su sitio allí. No los retenía. Quería que cada uno encontrara su vocación. O cómo aceptaba que otros continuaran sus obras. En una carta, hablando de un discípulo suyo, decía: “Ha añadido algo mío a lo suyo, y lo ha hecho mejor”. Esa libertad, esa humildad, son lo que más me impresiona.
¿Qué dice eso de su manera de entender la autoría?
Gaudí nunca se apropió de las obras. Nunca firmó. Nunca quiso dejar su nombre. Lo importante era que la obra hablara de Dios, no de él. Su modo de trabajar era siempre en equipo, en comunidad. No pensaba en el prestigio personal. Pensaba en servir. Y lo hacía con una conciencia muy clara: la de ser hijo. Por eso podía mirar todo con libertad, sin miedo. Incluso cuando discutía con Unamuno, lo hizo desde esa certeza. Unamuno fue a verle para preguntarle sobre sus opiniones teológicas y filosóficas, y Gaudí, agotado y casi enfadado, acabó diciendo: “Yo sólo sé que soy hijo del Padre”.
¿Esa dimensión espiritual se percibe también en su manera de construir?
Sí, completamente. Él entendía la arquitectura como una prolongación de la Creación. Por eso todo en sus obras tiene que ver con la naturaleza. La piedra, la luz, los árboles… todo tiene un sentido. Y todo nace de una oración, de una contemplación. La belleza para él no era decoración, sino manifestación de un orden. No hay nada arbitrario. Todo responde a una lógica profunda. Por eso sus obras no son frías, ni funcionalistas, ni egocéntricas. Son obras vivas, que acogen, que hablan.
¿Por qué cree que Gaudí fue un hombre santo?
Por haber entendido que ni el proyecto ni su don eran suyos. De hecho, la Sagrada Familia era de los ciudadanos: era de la gente, de los obreros, de los constructores. Él entra en una dimensión en la que realmente se convierte en custodio de la tierra, de las personas que le rodean. Se han encontrado cartas de Gaudí en las que envía a sus trabajadores a otras obras porque entiende que allí podrían desarrollarse mejor. Comprende que su bien está en otro lugar. Esta libertad me ha servido también en mi vida: entiendo que somos parte de un diseño más grande.
¿Tenía esta conciencia Gaudí? ¿Era humilde? ¿Se veía a sí mismo como colaborador de una obra más grande, de la creación divina?
Muchas veces la figura del arquitecto es tan importante que se llega a decir que “Dios es arquitecto”. Y los propios arquitectos se creen dioses. Es una figura a menudo pretenciosa, que dice: “”l proyecto es mío, yo creo de la nada, antes no había nada y ahora sí”. Pero Gaudí supera esto de una manera que le permite hacer lo que hizo. Es como un hijo que depende de su padre. Esa infancia espiritual va creciendo en él, también como capacidad de construcción: se va haciendo más niño, un niño en los brazos de Dios.

¿Y cómo convive esta infancia espiritual con su temperamento fuerte?
Esto se une precisamente a un temperamento: en su vida ha ganado muchas batallas, pero la única que no ha ganado ha sido la del carácter. No se escandaliza. Ha labrado una sociedad de hombres libres.
¿Qué otras obras de Gaudí merecen nuestra atención en este Año Gaudí?
Más que centrarnos en lo que hizo —eso se puede consultar en cualquier sitio—, sería bonito poner el acento en cómo lo hizo. El tiempo, el modo en que él usaba el tiempo, es mucho más importante que el espacio que ha logrado llenar con su obra. Hubo un momento en que se dedicó solo a hacer visitas para niños, o daba conferencias para gente normal, para explicar La Pedrera. Lo hacía los jueves por la tarde, que era el día libre de las chicas del servicio y de los trabajadores manuales, y en las escuelas superiores también era día de conferencias. Iba gente muy diversa. Tanta gente acudía que la policía llegó a registrarlo…
Él había entendido que el Señor le había dado un don que no era solo el de la arquitectura: era el de poder dar esperanza a través de la belleza. Y eso, en un momento histórico en que la esperanza brillaba por su ausencia. Había diferencias sociales extremas, polarización, gente jornalera con muchas dificultades… La vida, si quitamos a cuatro ricos, era muy dura en la Barcelona de entonces, y aquello desembocó en grandes conflictos sociales. Pero Gaudí entendió que su manera de hacer, donde primaba la belleza, podía ayudar a crear una sociedad que mirara la realidad como algo enteramente trascendente.
Como propone Gaudí, ¿es posible la vía de la belleza para llegar a Dios?
En Gaudí esto era evidente. Cuando construye la fachada del Nacimiento, introduce desde el principio una novedad: desde las primeras piedras hay arte. Lo normal en arquitectura es construir primero y luego añadir lo artístico. Pero en él, desde la piedra inicial de la fachada ya ves algo bello. No tienes que esperar diez años para que aparezca algo hermoso. Esto genera una sorpresa constante. La posibilidad de que cada día sea una sorpresa. En cada pequeño gesto hay belleza, y esa belleza nos remite… a la Belleza con mayúscula.