¡Me lo merezco! Cómo arrejuntar arte y dinero para hacer cine

Incentivos fiscales, aportaciones culturales, deducciones, cochazos y premios. Nos merecemos todo y, además, con estilo. Pero, ay amigo, no siempre la vida es justa

Fotograma de la película 'La gran estafa americana'
Fotograma de la película 'La gran estafa americana'

Comía hace unos días con los amigos del alma. Ritual sanísimo que recreamos frecuentemente (no comer, sino vernos y charlar), aunque sea entre semana y en el kit-kat que nos deja el curro. Horas de oro destilado. Ya en el café, Amigo del Alma nº1 —el decano de mis amistades, llevamos pegados más de cuarenta años—, se sacó del bolsillo y me enseñó, algo azorado, las llaves de su nuevo coche. Un Porsche. De los de Stuttgart.

Después de almorzar me acercó a casa, a petición popular (la mía), en el tremendo 911/991 Carrera GTS o más. Una preciosidad que le marida perfectamente con sus 190 cm, ADN RH negativo y su Pel de Ric. Conducíamos por la Puerta de Alcalá —no merecemos escenario menor— tan a gusto los tres, él, yo, y el león que rugía en la parte trasera, cuando me confesó que el bólido se lo había comprado hacía unos meses —hablamos y nos vemos muy a menudo— pero que no me había dicho nada “porque me daba vergüenza”.

Parece ser que, hace tiempo, yo había hecho un comentario al aire, pero inoportunísimo para alguien que está pensando en agenciarse un deportivo, del tipo: “me parecen fatal estos cincuentones que van por ahí con el Porsche”. Le reconocí entonces —por miedo a que me bajara en El Retiro— que mi comentario estaba perfectamente cimentado, diseñado y apuntalado por un sentimiento prístino: la envidia cochina. Pero su escudo para ocultarme su nueva chuchería me pareció tan enternecedor, me llegó tanto al alma, que me vi obligado a decirle la verdad.

‘El lobo de Wall Street’ (2014)

Le dije, desde la atalaya de quien le ha visto sufrir, luchar, caer, levantarse, aguantar las embestidas, pegarse con molinos, caer otra vez, levantarse otra vez, luchar más, mejor, caer herido, recuperarse, volver a coger la espada, como un héroe de videojuego, Rambo de la ley, día a día, año a año, y mantenerse en pie, desprendiendo luz, sin quejarse, sin falsas excusas de pupitas en el pie y sin dar tres cuartos al pregonero, que no conocía a nadie que se lo mereciera más, me daban igual sus razones: espirituales, económicas, ambas o ninguna. Y que no pensara ni por un momento que no se merecía ese autorregalo, o los que pensara darse en el futuro. Como si quería, por ejemplo, regalarme a mí otro. Todo eso le dije a Amigo del Alma nº1.

“¡Me lo merezco!”, clamaba Míchel González después de meterle tres goles a Corea del Sur. ¿Quién lo duda? ¿Quién no se merece tres goles, tres millones, tres Porsches, tres Palmas de Oro?

El dinero y el cine

Al llegar a casa, mientras pergeñaba cómo rajarle las ruedas con mi navaja suiza en la próxima barbacoa, me pregunté por el concepto del merecimiento, y su mantra asociado, “al final Dios/la vida pone las cosas en su sitio”, en el que yo, lamentablemente, no creo. Y me considero un optimista vital por defecto. Pienso que quienes me conocen lo corroborarían. Pero ahí, soy un agnóstico. No digo que no pase (el caso de mi amigo es el paradigma). Digo que no siempre hay causalidad en ello. Y sí casualidad. Y en el cine, querido, más.

Que haya creadores como Víctor Erice, que entregó, exhausto a sus 83 años, una joya de exquisita orfebrería llamada Cerrar los ojos (2023) y que nadie fuera a verla, poco más que una décima parte en taquilla respecto del presupuesto, da que pensar, pero, sobre todo, da pena.

'Cerrar los ojos', de Víctor Erice
‘Cerrar los ojos’, de Víctor Erice

No quiero ser naif. Espero no serlo. Cuando tengo cinco minutos sigo empeñado en producir una película. Asumo que el cine español es (o aspira a ser) una industria. Y que ahí mandan los números. Pero que el triunfo en términos absolutos sea siempre para los mismos amiguetes, y que rara, rarísima vez, se cuele una isla en el continente de lo obvio, da también que pensar.

Filmes que se lo merecen muchísimo, tanto o más que Míchel o mi amigo, obras maestras que perdurarán ad aeternum como Cerrar los ojos o Arrebato de Iván Zulueta —solo por hablar del cine patrio— no las vea ni el tato, y pasen en su momento, el del lucro potencial, como un pestañeo de Dios, es lo más habitual. Que arte en mayúsculas como El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) recaudara más de lo que costó es una gota de esperanza en un océano de desmerecimiento.

Los opinadores de popelín acolchado, papos como lustrosos lechones astures, Gordon Gekkos locales, me pondrán como epítome del perfecto imbécil, infantil mesías de lo improbable y vértice oscuro de los desheredados. Puede que, en términos económicos, tengan toda la razón. Y por eso ni los bancos ni las empresas ajenas al sector han invertido históricamente en la producción cinematográfica, hasta hace muy poco. Y gracias a Dios ahora sí —o más bien, gracias al brillo de los jugosos incentivos fiscales, tax rebates, aportaciones culturales, bendito artículo 39.7 de la Ley de Impuesto sobre Sociedades, cemento para construir una peli—. Maná propuesto por la administración pública, por otra parte. Y del que todos los que intentamos levantar el edificio de una película, serie o artefacto audiovisual, nos beneficiamos y agradecemos.

Queremos el dinero —“Show me the money!”, decía el gran Tom Cruise en Jerry Maguire. Nos lo merecemos. Merecemos triunfar. Y también pedimos, aunque sea en un eclipse, que el lobo y el halcón, el arte y la pasta, se encuentren y se morreen, como los amantes Etienne (Rutger Hauer) e Isabeau (Michelle Pfeiffer), en esa historia de amor imposible que es Lady Halcón (Richard Donner, 1985).

P.D. He mencionado a Tom Cruise, que por sí solo ejemplifica el espíritu de este artículo. Máximo representante de la calidad en su oficio —no tiene por qué ser siempre arte— y taquilla. Cuánto bien ha hecho este hombre al cine. Este sí que se merece todo lo bueno que le pase. Apuesto a que entre él y Amigo del Alma nº1 tienen una buena colección de Porsches. Eso sí, mi amigo es más alto.

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