Pensaba que Luis Alberto de Cuenca iba a entrar en la Real Academia Española, pero no ha sido así. Es una lástima que la admiración de la gente no pese en las votaciones y la silla ‘o’ siga vacante. Ni él ni el otro candidato para ocupar esa plaza, Luis Fernández-Galiano, lograron recabar los apoyos necesarios para convertirse en miembros de esta institución. Es más sencillo el proceso para elegir al Papa.
A mi hija le digo mucho eso de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Confío en que él también se lo aplique y valore que se acaba de reconocer su trayectoria con la concesión del XXXIV Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
Al conocer la noticia de la RAE, me vino a la cabeza la historia de María Moliner. En Hasta que empieza a brillar, una novela escrita por Andrés Neuman, se cuenta que su nombre también fue rechazado en 1972. En la obra se relata la vida de esta bibliotecaria firme defensora de que la educación y la cultura debían llegar a cada rincón de España. Ella fue la autora del Diccionario de uso del español. Le dedicó 16 años de trabajo.
Neumann nos transmite con su prosa el tesón y esfuerzo de Moliner por recopilar cada palabra y nos hace comprender que fue una injusticia histórica que no la tuvieran presente cuando tanto se lo merecía.
Su nominación también supuso un revulsivo para la época porque estaba por ver si la academia acogía o no por primera vez a una mujer. Hubo que esperar todavía algún tiempo. No fue hasta 1978, ya en democracia, cuando ese honor recayó finalmente en la poeta y profesora Carmen Conde. Para entonces Moliner ya no atendía a detalles. Padecía una enfermedad neurodegenerativa y no era capaz de comprender lo que significaba el éxito de su amiga.
El libro y su diccionario lucen ahora como grandes tesoros en mi estantería. En mi isla, como yo la llamo. Todos tenemos una en nuestras casas. Algunas son gigantescas, otras diminutas. A mí me gustan esas que se ven caóticas, aunque está todo controlado. No hay mayor placer que ordenarlas una vez tras otra. Es como darle forma a la propia existencia.
Da igual que se almacenen grandes clásicos, biografías o densos ensayos. No importa que para decorarlas se utilice un Funko Pop o la foto familiar… Cada uno cuenta con ese rincón particular que le describe. Puede estar situado en el salón, en el dormitorio o en el despacho. Es el punto en el que logramos aislarnos, al que acudimos en busca de un momento de paz o de grandes emociones porque sabemos que lo que alberga nos permite dar un salto en el tiempo y en el espacio.
Mi biblioteca es modesta. Desde luego, no se parece a la de Luis Alberto de Cuenca. Le he visto situado delante de ella, posando para varias fotografías de entrevistas. Es una habitación amplia con repisas que llegan hasta el techo. Son de madera oscura, todas repletas. El conjunto es colorido, gracias a la combinación de los lomos y a que está salpicado por varios muñecos. Pero, por encima de todo, destacan los cientos y cientos de volúmenes apilados tanto en horizontal como en vertical. Estos se desbordan y van deslizándose hacia el suelo. Forman torres y se extienden como las hojas verdes de una yedra hasta alcanzar sillas, mesas, sofá… Él ha sabido construirse un buen refugio.
“Vive la vida. Vívela en la calle y en el silencio de tu biblioteca. Vívela en los demás, que son las únicas pistas que tienes para conocerte (…) Vive la vida con sus alegrías incomprensibles, con sus decepciones (casi siempre excesivas), con su vértigo. Vívela en madrugadas infelices o en mañanas gloriosas, a caballo por ciudades en ruinas o por selvas contaminadas o por paraísos, sin mirar hacia atrás. Vive la vida”. Esto es lo que nos recomienda en un poema. Es difícil elegir uno cuando tiene tantos que me gustan. No estará en la RAE, pero se ha ganado la estima de sus lectores.