Qué novelón se marcaría James Ellroy sobre las intrigas del poder judicial patrio y las presiones que sobre él ejercen el ejecutivo y sus socios. Trasciende del follón que ha armado el Fiscal General Álvaro García Ortiz un hedor penetrante, denso, sulfuroso, más propio de los bajos fondos de Los Ángeles que del Palacio de Fontalba, edificado sobre una vieja huerta de Felipe II. Este martes, el mismo día en el que Pedro Sánchez colocaba en el consejo de Telefónica a su amigo Carlos Ocaña, coautor del libro basado en su tesis doctoral, el Supremo tumbaba el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de Memoria Democrática; al día siguiente, el macho alfa del Ministerio Público recusaba a cuatro de los cinco magistrados que decidieron sobre su continuidad al frente del cargo. Asegura que Pablo Lucas, Luis María Díez-Picazo, Antonio Fonseca-Herrero Raimundo y José Luis Requero están “contaminados”. Al último le afea que escribiera en un artículo en La Razón: “Basta fijarse en lo que ya es un Tribunal Constitucional y una Fiscalía General del Estado apesebrados”.
Algunos ropones (Raúl del Pozo) alucinan con el último movimiento de un fiscal general del Estado suscrito a la eterna polémica y, bajo el prudente anonimato, declaran en los periódicos que “ha perdido el norte”. Recordemos que, ya en noviembre, por primera vez en democracia, el CGPJ consideró que García Ortiz no era idóneo después de que el Supremo sentenciara que incurrió en una “visible e innegable” desviación de poder al ascender a Delgado a la máxima categoría de la Carrera Fiscal. Mayúsculo fue el quilombo que montó cuando ordenó difundir el comunicado de la Fiscalía Provincial de Madrid que desvelaba las conversaciones secretas entre la defensa del novio de Ayuso y la Fiscalía. Esta semana, la Sección Cuarta de lo Contencioso Administrativo del Alto Tribunal ha vuelto a desautorizarle por regatear al Consejo Fiscal: la mayoría de sus vocales pidió analizar la posible incompatibilidad de la exministra socialista de Justicia dado que, su marido, el exjuez condenado por prevaricación Baltasar Garzón, preside una fundación que elabora informes “proponiendo investigar y juzgar las desapariciones del franquismo y la no aplicación de la Ley de Amnistía” de 1977. El miércoles, el Senado pedía que le dieran puerta por el “incumplimiento grave y reiterado de sus funciones”, con la abstención de los amiguis Junts, PNV y Bildu. Veinticuatro horas después, en una entrevista concedida a la Cadena Ser, tildaba de “tosco” el razonamiento del Supremo y defendía de nuevo a su mentora: “La mejor persona para ser fiscal de Memoria Democrática es Dolores Delgado. No me cabe ninguna duda”.
Le consulto a la abogada Paula Fraga: “García Ortiz no está obedeciendo a sus fines: en primer lugar, defender el ejercicio independiente del poder judicial; el segundo, el respeto debido a la legalidad, que es lo que obvió y se saltó cuando nombró a Dolores Delgado”. Quienes piden la cabeza del fiscal general son los señalados por Sánchez en su constituyente “Carta a la ciudadanía”: jueces, periodistas y políticos de, según el presidente del Gobierno, derechayextremaderecha, o sea, todo fulano que no le baile el agua. De uso común es recuperar el hit “¿De quién depende la Fiscalía?”, estrenado hace cosa de un lustro en RNE –menos habitual es acordarse de que el hombre que firma libros escritos por Irene Lozano pronunció esas palabras en el contexto de su promesa electoral de traer a Puigdemont de regreso a España para ser juzgado por sedición y malversación–. Pues eso. García Ortiz de Delgado de Garzón, a ojos del líder del Ejecutivo, es el vasallo ideal para estampar el “punto y parte” en materia judicial. Mientras se aviva el fuego del lawfare y crece la turba que sospecha de los ropones.