Opinión

Verano, verano, verano

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Hoy llega el verano oficialmente, aunque hace semanas que sentimos que ya está aquí. Entró de golpe, como las lluvias de marzo, y vino para quedarse. Hoy es el día en el que el sol alcanza su máxima elevación sobre el horizonte, el día que nos mira desde más arriba, que nos observa con más distancia y a cambio nos entrega horas de su luz. Es el llamado solsticio de verano.

Leo en una revista que la palabra solsticio proviene del latín, y significa sol quieto. Y es que el verano parece un tiempo aparte. Una brecha en las vidas cotidianas. Más que una estación nos lleva a un estado del cuerpo, de la memoria.

El verano es nostalgia, de niñez, de juventud, de un amor, de un lugar al que siempre se regresa, aunque solo sea en la quimera del recuerdo. Nada es como es, si no como se recuerda, decía Valle Inclán.

El verano entonces es río, ola, arena, bici, pan con chocolate, rodillas con costras, flores, espigas y moras. El verano es, tantas veces, regresar.

Cada verano arrastra los otros veranos vividos, como si se plegaran uno sobre otro. Porque el verano es el tiempo de lo posible, de lo inminente. Del atrevimiento y la espera.

Y a la vez, es el tiempo de la fragilidad: lo que florece, lo que se enciende, se acabará siempre antes de lo esperado, antes incluso de las primeras hojas del otoño. El verano nos habla de lo intenso, pero también de lo efímero como metáfora de lo fugaz.

Solo en medio del sol, el sopor y el silencio, el libro sigue siendo uno de los pocos lugares donde todo puede comenzar de nuevo. Para la escritora italiana Natalia Ginzburg el verano se parecía a una larga conversación que no terminaba nunca. Y, quizá, leer en verano sea eso mismo: una conversación sin relojes.

El verano y la literatura. En El vino del estío, Ray Bradbury escribe sobre un niño que guarda el verano en una botella. Me gusta pensar que eso hacemos en esta estación: embotellar un instante de luz, un olor mar, un recuerdo que nos acompañará muchos inviernos.

Albert Camus escribió que el verano es la estación del alma mediterránea, una forma de vivir con la luz por dentro, sin ocultarse, sin esquivar lo esencial. Quizá por eso el verano nos desnuda de obligaciones, de ruido y nos permite mirar con más claridad lo que fuimos, lo que somos.

Este año he decidido emprenderlo pronto. Durante las próximas dos semanas no escribiré esta columna que me acompaña desde ya más de un año. Dejo la palabra en pausa, a la espera de mi regreso.

Viajo a Grecia y allí siento que es cierta esta cita del norteamericano Sam Keen: el verano es cuando la pereza se convierte en arte.

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