Carmen notó un cambio en Nadia. ¿Y a quién no le he pasado eso con una niña de quince años? Cambió su forma de vestir, el teléfono móvil se convirtió en un apéndice de sus extremidades y al llegar a casa se metía en su cuarto. Define adolescencia. Al poco tiempo, ir a clase se convirtió en un suplicio y empezó a decir que no quería ir. En ese momento, esta madre sí que se preocupó. Pensó que lo mismo tenía problemas allí, quizá sufría acoso o no había encontrado su sitio. Por eso, fue a hablar con la profesora y ella le confirmó que Nadia, efectivamente, no era la misma. Decidieron estar pendientes, pero al no poder palpar el origen de esa metamorfosis ni atribuirla a ninguna situación concreta, solo podían esperar.
¿Pero qué le pasaba a Nadia? Era una chica normal, de una localidad a las afueras de Barcelona, a la que le encantaba maquillarse, llevar tops y compartir el tiempo con sus amigas. Pero de la noche a la mañana ya solo se ponía el chándal, abandonó la sombra de ojos y se separó de sus confesoras. Nadia se había echado un novio. Él decía que tenía veinte años y con él cumplió los 16. Estas cosas también pasan. Una joven que se enamora y pone esa relación por delante de toda su vida hasta que ocupa todo el espacio.
Carmen y su marido quisieron conocerlo. Al fin y al cabo, siempre es mejor ponerle ojos y ver cómo se mueve el que ha conquistado el corazón de tu hija pequeña. De entrada, las sensaciones no fueron buenas y el hermano de Nadia, de la misma quinta que el novio, aunque ajeno a su círculo, contó lo que había oído. Que este chico había pegado a alguna novia anterior. A todos les sorprendió, pero, como suele ser habitual en estos casos, al no tener certezas ni comentarios directos se quedó en que eran habladurías. Decidieron estar atentos, sin más.
Mientras, Nadia había comenzado un viaje en solitario que solo ella conoce y que la sumió en un caos emocional de tal envergadura que afectó a su salud mental y a su manera de estar en el mundo. Se aisló. De su gente, su familia, sus amigas. Estaba más nerviosa, más irascible y situaciones tan cotidianas como ir a clase, un castigo o no poder dormir fuera se convertían en auténticas luchas, como si su vida dependiera de ello, con ataques de ansiedad mediante.
Hasta que el día del cumpleaños de su prima, al que hubo que obligarla a asistir, se reencontró con ella y otras amigas y decidió verbalizar lo que no podía razonar. Se quitó la camiseta y mostró una herida en la espalda como quien se libera de un secreto que te quema. “Yo me quería morir”, cuenta Carmen. No podía creer lo que le estaba sucediendo. “No se me había pasado por la cabeza, no era algo que pudiese sospechar o imaginar”. A pesar de que su hijo les había advertido de lo que se contaba en el barrio, nunca le dieron del todo credibilidad. Es difícil, a veces, percatarse de lo que está a simple vista. Lo ves en la tele, lo lees, te enteras de cosas, te cuentan, pero siempre parece que les ocurre a otros. Y cuando lo tienes metido en casa es invisible.
¿Qué puede hacer una madre?
Nadia habló ese día, no dio muchos detalles, pero accedió a ir al hospital y a poner una denuncia. Se fijó la fecha del juicio un mes más tarde, pero en ese mes, todo cambió. Treinta días fueron suficientes para que esta joven decidiese que quería continuar con esta relación. Así que decidió no declarar y el chico, que en realidad tenía 22 años, salió absuelto. Hay un detalle de ese día que a Carmen todavía le duele como una patada en el estómago. Al salir de la vista, Nadia quería irse con él y Carmen la tuvo que agarrar. De lejos, este maltratador, miró a la madre de su novia y le lanzó un beso.
Los siguientes meses fueron una auténtica pesadilla para esta familia. No entendían el comportamiento de su hija ni sabían cómo afrontar esta situación. Cada vez había más peleas. La castigaban, le quitaron las llaves de casa, pero Nadia se escapaba. También empezó a grabar las conversaciones de sus padres. Ponía el teléfono debajo de la cama, en los armarios y luego le pasaba las grabaciones a su carcelero. No podían siquiera armar un plan de acción sin que él supiese de antemano, el paso que iban a dar. Ya no solo controlaba a Nadia, este joven les tenía controlados a ellos.
Hubo más ataques de ansiedad, de ira y el miedo. El temor a que a su hija le hiciesen daño, pero también el pánico a enfrentarse a algo desconocido. Sin saber cómo reaccionar, cómo siquiera comunicarse con su hija, cómo ayudarla, en definitiva. ¿Cómo se dialoga con una adolescente que ha decidido quedarse al lado de quien la humilla, insulta y maltrata?
Carmen se vio superada y decidió picar la puerta de un asistente social y una psicóloga. Con ellas pudo descargar ese sinvivir y empezar a comprender cómo funcionaba, en ese momento, la mente de su hija. “La estaba perdiendo”, recuerda Carmen. “Daba igual lo que hiciese, lo que le ofreciera o dónde la lleváramos, ella quería estar con él”.
Un día le propuso a Nadia empezar una vida nueva lejos de su ciudad. La desesperación llegó a tal punto que estos padres preferían abandonar su vida, sus puestos de trabajo y la cercanía de la familia y amigos con tal de arrancar a su hija de esta situación. Pero la psicóloga les advirtió. Nadia había interiorizado esta forma de vivir lo que ella creía amor y no sería capaz de detectar el maltrato en su siguiente relación. Mudarse no cortaría la raíz del problema.
Cuando todo parecía inútil, cuando Nadia comenzó los trámites para abandonar legalmente su casa al ser menor de edad, Carmen tuvo una idea. ¿Y si encontraba a la anterior novia de este chico? ¿Podría ella ayudar? Así que esta madre empezó a tejer. No lo supo en ese instante, pero estaba tejiendo una red. Dio con Elena (nombre ficticio) y habló con ella. Los celos, el control, los golpes, los insultos, todo lo que estaba viviendo Nadia lo había vivido Elena antes y Carmen no se lo pensó. “Necesito tu ayuda para salvar a mi hija”, recuerda que le dijo. Y así fue.
“Elena salvó a mi hija”, repite. Porque cuando estas dos víctimas se juntaron todo cambió. Elena habló, Nadia escuchó y se liberó. Le cambió hasta la expresión de la cara. Volvió en sí. Elena se ofreció a acompañarla a denunciar, a coger su mano y no soltarla, y en cierto modo, Elena también empezó a sanar una herida que también sangraba.
“Enseñarle a ser un mujer”
Al día siguiente pusieron la denuncia y Nadia pudo quitarse el peso de esos secretos. Puñetazos, labios rotos, amenazas de muerte con un cutter, ahogamientos, insultos, humillaciones. Esta joven se vació para volver a llenarse y a él le pusieron una orden de alejamiento de 500 metros durante un año. El mismo tiempo que había durado su relación. Además, le condenaron a setenta días de trabajos sociales y a pagar una multa de 250 euros.
Mientras Nadia se reconstruía él se echó otra novia del barrio. Incumplía la orden, le escribía que la quería, que las formas empañaban su propósito que no era otro que el de “enseñarla a ser una mujer”. “Se estaba desmandando con las amigas”, le decía. Pero Nadia había visto la luz y si dudó, no lo dijo. Así empezó la convalecencia de esta familia, pero Carmen seguía tejiendo y no podía obviar el infierno que otra joven y otra madre estaban sufriendo y decidió hacer algo al respecto.
Se fue, de oídas, hasta unas casas donde le habían dicho que vivía la nueva novia y no paró hasta que pudo hablar con la madre de esta joven. Al fin y al cabo, de algo le tenía que servir haberse licenciado en el infierno. Pero la relación era reciente y esta madre negó que su hija estuviese en peligro. Todavía no lo sabía. Estas dos madres se volverían a encontrar y a entender, pero Carmen siguió dándole forma a esta red de mujeres y encontró a la primera víctima del verdugo de su hija. Una cuarta chica, la primera de todas, que, por supuesto, tenía sus propias heridas. No importaba el número de víctimas de este joven, él seguía libre. Solo Nadia denunció. No es un proceso fácil. Hasta once juicios han tenido y están todavía a la espera del más importante.
Mientras, él se saltó la orden de alejamiento una y otra vez. A la sexta, le condenaron a cinco años en prisión, donde todavía hoy continúa. “Está en la cárcel por faltarle el respeto al juez, no por pegar a mi hija”, comenta Carmen. Ella, que había mapeado los movimientos del joven y había conseguido reunir a todas las víctimas conocidas y a sus madres en una red de apoyo, logró hablar con la madre del chico. Y ahí vino la última dentellada. Que si su hija era un poco fresca y tenía demasiada libertad, que su hijo nunca le había hecho daño a Nadia ni a ninguna y que solo le daba buenos consejos. Qué difícil es ver lo que no se quiere ver.
Hoy, Nadia y Carmen han rehecho sus vidas con el rabillo del ojo puesto en la justicia. Y con ellas Elena y todas las Elenas de esta historia. Pero no han dejado de tejer. Nadia da charlas en institutos para advertir a jóvenes como ella de los peligros imperceptibles del maltrato. Y Carmen, la primera tejedora, colabora con la Fundación Ana Bella, por ejemplo, abriendo el salón de su casa y poniendo voz, aunque cueste y te deje el cuerpo torcido unos días, a este relato. Cree que es importante enfocar, poner nombre y ayudar a otras que están pasando por lo que ella y su familia pasaron. Porque por el sistema y su estructura se siguen colando dramas, golpes, llantos e injusticias. Y, a veces, es solo una red lo que te salva de ahogarte.