El esperado debut en solitario de Benny Safdie como director prometía ser un retrato contundente sobre la brutalidad y los dilemas internos del luchador de artes marciales mixtas Mark Kerr. Con un título como The Smashing Machine —extraído del documental de 2002 que inspiró la ficción— cabía esperar un ejercicio cinematográfico tan violento como introspectivo. Sin embargo, la película, protagonizada por Dwayne Johnson, se queda en tierra de nadie: ni drama arrebatador ni espectáculo deportivo.
Safdie apuesta por una narración melancólica y lánguida, que bordea más la ensoñación que la crudeza. Si bien este cambio de tono podría parecer refrescante frente a los clichés de otras cintas de luchadores, el resultado es una película excesivamente tibia, más empeñada en deconstruir el mito que en transmitir la tensión de una vida marcada por la sangre, el sudor y la adicción. La atmósfera soñolienta, subrayada por la partitura de Nala Sinephro, convierte la historia en una deriva que por momentos roza lo soporífero.

Dwayne Johnson había vendido este proyecto como su gran transformación dramática, una oportunidad de romper con la caricatura del héroe de acción y ganarse un espacio en la temporada de premios. No obstante, Safdie parece poco interesado en darle al actor escenas que luzcan su registro. Su interpretación, contenida hasta el extremo, apuesta por la vulnerabilidad y el gesto mínimo, pero termina resultando plana. La humanidad de Kerr aparece apenas sugerida, sin que el espectador perciba el fuego interno que supuestamente lo empuja a seguir luchando dentro y fuera del octágono.
El guion se concentra en mostrar lo doméstico y lo rutinario, diluyendo los conflictos. La adicción a las drogas, la presión psicológica y la compleja relación sentimental del protagonista aparecen esbozadas, pero nunca adquieren la fuerza dramática necesaria. El espectador asiste a un relato de grandes problemas tratados con desganada tibieza, sin riesgo narrativo ni momentos memorables.
Ni siquiera la presencia de Emily Blunt, en un papel secundario que podría haber aportado intensidad emocional, consigue elevar el tono de la película, si bien ella desarrolla una calidad interpretativa que simplemente supera la capacidad del guion. Su personaje, lejos de convertirse en motor dramático, queda reducido a una figura difusa, atrapada en el mismo letargo narrativo que asfixia a la cinta.

El contraste entre lo que The Smashing Machine promete y lo que finalmente ofrece es quizá su mayor problema. No hay tensión, no hay épica, no hay catarsis: tan solo un ejercicio autorreferencial (es una película de estadounidenses para estadounidenses) en el que Safdie se obsesiona con la estética contemplativa y sacrifica cualquier posibilidad de emoción. La cinta de A24 parece pensada para subrayar la sofisticación del director, pero termina pareciendo un boceto inacabado.
El deporte, en su crudeza inicial a finales de los noventa, aparece retratado como un trabajo sin glamour, una rutina gris de vestuarios apagados y luchadores errantes. Ese realismo, que podría haber sido un hallazgo, se convierte en una trampa: el espectador nunca llega a sentir que lo que está en juego importa realmente.
Con todo, The Smashing Machine no es un desastre absoluto: posee momentos de lirismo visual y una cierta empatía hacia personajes que suelen ser caricaturizados en la ficción. Pero esa voluntad de mostrar la humanidad bajo la coraza termina diluyéndose en una película que parece empeñada en apagar cualquier chispazo de intensidad.
Lo que queda es un retrato blando, aburrido y prescindible de un personaje que merecía una exploración más ambiciosa. Ni la apuesta contenida de Dwayne Johnson ni la presencia magnética de Emily Blunt salvan un filme que, con más voluntad de trascender que de contar, naufraga en su propio ensimismamiento.