Hace unas semanas hablaba con unos amigos sobre cómo la chavalada está girando hacia valores reaccionarios que hacen que Fernando VII parezca un moderno. A su atávica ideología se suman la desinformación propia de nuestros tiempos y la paupérrima educación recibida en una escuela donde los contenidos merman gobierno tras gobierno. Chavales que no saben quién es el rey de España, qué forma de gobierno tiene su propio país, o incluso – ejemplo doloroso y real – cuál es la capital del sitio donde viven. Supongo que a los gobernantes les da igual, porque saben que la mayoría de esos jóvenes no tendrán cabida en un mercado laboral que se va perfilando solo para las élites y también para los muy pobres.
En la conversación que les decía, mis amigos y yo ejemplificábamos con casos cercanos de gente (por lo general varones) de entre catorce y veinte años. Xenofobia, aporofobia, misoginia, homofobia… nombres para compartimentar lo que es, simple y llanamente, un absoluto desprecio hacia el prójimo. Esto fue antes de la manifestación convocada por Falange Española, grupo político que ya parecía destinado a cierto sector de la tercera edad. La extrema derecha (la de verdad) está más crecida que en aquellos noventa plagados de cabezas rapadas. Qué lejos quedan los tiempos en los que la chavalada escribía al suplemento Campus de El Mundo (buscando almas afines) o dejaba suspiritos en el contestador de Siglo XXI de Radio 3. Y mucho más lejano todavía quedan los directos de Radio Cadena del Water, donde dialogaban, de facto, anarquistas y falangistas, que en cierto modo son igual de ácratas.
Decía Carrère (Emmanuel, no Emilio) que en los setenta siempre se preguntaban “¿dónde has leído eso?”. Ahora la respuesta sería “En un Canva de Instagram”, “En un Tiktok”, o “en un stream”. Y la desinformación se expande como el agua turbia en un pozo estancado.
Al mismo tiempo que esa juventud reaccionaria pide medidas imposibles (eso que llaman remigración), un grupo más pequeño, al que llamamos woke, responde a su manera, apelando a la emotividad y al fundamentalismo de la modernidad líquida. Unos y otros se retroalimentan, aunque sospecho que los woke son los que se han llevado todos los golpes en el colegio.
En esta conversación con amigos salió también el tema de la educación. Les cuento mi plan de inicio de curso, cuando paso un test de conocimientos básicos que habría que rellenar en unos veinte minutos, aunque los alumnos tarden hora y media en hacer, para finalmente no responder casi nada. Jóvenes en edad de trabajar no me saben enumerar los continentes, ni los océanos de la Tierra. Sin embargo, todos saben cómo se llamaba Tiktok antes de llamarse Tiktok. Adultos (jóvenes, pero adultos) de inteligencia media, e incluso alta, terminan el instituto sin saber, literalmente, en qué planeta viven.
En un caldo de cultivo así es normal que triunfen ideologías extremistas. La pregunta que se hacen los educadores es: ¿Cómo podemos parar esta deriva? La respuesta suele darse en forma de charlas. Invitan a los institutos a gente a dar charlas sobre feminismo, diversidad sexual, multiculturalidad… y consiguen que los adolescentes salgan de allí aún más radicalizados. Tuve la suerte (o desgracia) de estar en una de esas charlas, y vi cómo una de las ponentes destruía todo el trabajo con su intransigencia y sus mensajes sesgados, agresivos, y egocéntricos. “El fascismo se combate”, decía. La charla era sobre orientación laboral, pero se acabó hablando de fascismo. Flaco favor le hizo a aquellos chicos. Al final de la velada con mis amigos, uno de ellos refirió que un profesor le había dicho “Y nosotros lo ponemos todo de nuestra parte”. Eso nos lo explicó todo. Quizás, antes de charlas sobre grupos segmentados, habría que darlas sobre ética elemental. Tal vez nos ahorraríamos todos estos problemas. Aunque en un mundo en el que la ética no tiene cabida, ¿quién va a revertir esta situación?