El pasado jueves fui a comisaría a poner la primera denuncia de mi vida. Siempre he pensado que llegaría este día, pero no imaginaba que por esta causa. No me puedo meter en el porqué, pero sí explicar lo que rodea a este mal trago.
Todos hemos visto cómo, en las últimas dos, tres décadas, el metro, la playa, el cine, los espacios públicos en general, se han convertido en un campo de batalla cuya víctima es la convivencia. Los auriculares han pasado de ser una forma de escuchar música a ser la solución para no escuchar la música de los demás. La playa, e incluso la montaña, son una guerra sonora entre grupos de desalmados que atorran a los demás con sus altavoces bluetooth y su pedestre gusto musical. Atrévase a decirles algo.
Los cines, antaño refugios de la imaginación, son una tómbola donde los premios varían entre pies descalzos y malolientes, consultas del whatsapp en escenas dramáticas, conversaciones en voz alta, y llamadas que la gente atiende durante la proyección. El metro es como siempre ha sido, pero con llamadas (algunas con vídeo), vídeos de youtube, zapatillas sobre los asientos. Las salas de espera del hospital tampoco se escapan. El verano pasado, doblada de dolor a la espera de que decidieran si me operaban de apendicitis o no, una mujer estuvo hablando sin cascos durante más de una hora junto a mí, y cuando le llamé la atención no sólo me hizo la peineta, sino que una médico me dijo que qué me importaba que la otra hablase. De poco sirvió que le dijera que eran sus propias normas (la de mantener silencio, en concreto). Tampoco sirvió de nada que yo estuviera llorando de dolor. Lo importante es tolerar al agresor, no ser el que alce la voz.
Cuando eres el que llama la atención sobre algo que está molestando a todo el mundo, no esperes que nadie se sume a tu petición elemental. Los que estén junto a ti se quedarán callados, esperando en silencio a que tú resuelvas el problema para todos. Tampoco se avergüenza ya nadie de saltarse las normas. Es un derecho que se tiene sobre los demás. La convivencia se deteriora a pasos agigantados, aunque al mismo tiempo las normativas para la misma se multiplican e intensifican (que para eso somos europeos).
En un plano mucho menos molesto, como profesora de adultos (aún veinteañeros) doy las clases con una media de seis alumnos levantándose para orinar cuando les apetece, a pesar de que tengamos una pausa de veinte minutos a la hora y media de clase. Algunos (aunque pocos) reciben una llamada y salen de clase para cogerla. Me consuelo en que no la cogen en el aula. También me llama la atención, como a todos los profesores, que pasen más tiempo mirando el móvil que atendiendo, y para evitarlo tengo que hacer de cada clase un tour de forcé del entretenimiento.
El motivo es que no puedo ser siempre la que pida que se cumplan las normas de la educación más elemental. A veces me digo “hoy déjalo estar”. Pero siempre, absolutamente siempre, maldigo que nadie más alce la voz. Maldigo que jamás se piense en el prójimo, y sobre todo maldigo que se haya perdido la presión social en la única función positiva que tenía.