Opinión

Remember Sarajevo

Actualizado: h
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Estoy leyendo, con pavor, las noticias relativas a que en Milán se está investigando el “turismo de francotiradores” que parece ser se había organizado en Bosnia, especialmente en Sarajevo, consistente en que, pagando suculentas cantidades a desalmadas organizaciones, se facilitaba la “caza” de civiles durante la guerra. Todo bien estructurado, dicen, con una escala de “cotizaciones”, según los objetivos fueran niños, madres embarazadas, ancianos y otros grupos humanos, coadyuvando así a la limpieza étnica que la guerra comportaba en la zona.

Es realmente pavoroso, e inquietante, el hecho, puesto que no se trata de francotiradores militares profesiones, ni siquiera de mercenarios que a cambio de un salario se unían a milicias y demás grupos armados en zona de guerra. No era eso, no. Era matar por placer y pagando según tarifa.

Estas noticias me han afectado especialmente porque he estado allí y he conocido de primera mano las secuelas de una guerra terrible, que aquí ocupaba un telediario tras otro y allí una tragedia tras otra. Además de matanzas como la de Srebrenica, el goteo permanente de ataques a la sociedad civil, mostraban una crueldad sin límites, a lo que se añade lo que ahora estamos descubriendo. No sé si podía saberse entonces. Espero que a Fiscalía de Milán nos ilustre al respecto.

Yo estuve allí, pero recién terminada la guerra, al inicio de la reconstrucción. En Sarajevo menos, pues mi “base” estaba en Mostar, pero no pude dejar de plantarme en esa ciudad tan emblemática para Europa (y del mundo) cada vez que me era posible. Sólo el centro-centro estaba reconstruido, o intacto, según los puntos a los que te acercases. La Universidad sólo mantenía la fachada y muchas viviendas estaban todavía por los suelos. Como en Mostar, la ayuda saudí a la reconstrucción se centró en mezquitas y madrassas y demás lugares de orientación islámica. A los saudís les daba lo mismo cómo estuvieran las escuelas, los hospitales o cualquier otro edificio de servicios civiles. Como en Mostar, los agujeros de las balas adornaban las fachadas y, también como en Mostar, muchos jardines se convirtieron en improvisados cementerios, llenos de cruces o de estelas funerarias, pues ir a enterrar a los muertos en los camposantos de las afueras potenciaba el blanco fácil para los francotiradores. Aquello que veíamos en los telediarios estaba perfectamente presente en la atmósfera que se respiraba en Sarajevo.

Tanta hostilidad existía entre las distintas comunidades que habitaban Bosnia-Herzegovina que, a pesar de los acuerdos auspiciados por las grandes potencias y que culminaron en Dayton, el aislamiento “del otro” llegaba hasta el punto de que, en mi caso, como había sido invitada por la universidad Džemal Bijedić, la universidad musulmana de Mostar, para colaborar en su puesta en marcha, no pude aterrizar en el aeropuerto de esta ciudad, controlado por los croatas y tuve que hacerlo en Sarajevo y desplazarme en coche hasta Mostar, por una carretera todavía desecha y con un conductor habituado todavía a ir haciendo “eses” a toda velocidad, como tuvo que hacer durante la guerra, para esquivar los proyectiles y a los francotiradores. Esa Universidad se acababa de crear para poder ofrecer estudios universitarios a la comunidad bosnia, expulsada, alumnos y profesores, de la universidad originaria de Mostar, que había quedado al lado de la Nerevda bajo administración croata.

Mostar, al igual que Sarajevo, aunque los bandos enfrentados a los bosnios fueran distintos, preferentemente serbios en Sarajevo y croatas en Mostar, que querían hacerse con el control de la antigua república federada de Bosnia-Herzegovina, presentaban rasgos comunes en cuanto a las víctimas, que eran preferentemente bosnias y en cuanto a los edificios, que estaban como como queso lleno de agujeros. Una peculiaridad de Mostar, que está en el valle atravesado por el río Nerevda, era que muchas casas carecían todavía de tejado porque una de las diversiones preferidas de los croatas era rellenar neumáticos con granadas y lanzarlos ladera abajo para que explosionaran en las viviendas de la zona musulmana.

Me alojaron en un “edificio seguro”, una de cuyas plantas albergaba la embajada USA y que estaba frente a ese puente, entonces en reconstrucción, en el que vimos repetidamente en nuestro telediario como un soldado español, pues España tenía asignado el control de la zona de Mostar, estaba encadenado como escudo viviente a la barandilla. Cerca de ahí, una pasarela de madera sustituía el espléndido puente centenario, el Stari Most, que Soleimán había construido como símbolo de la ciudad y que fue destruido desde el inicio de la guerra, representando la división de las comunidades bosnia y croada, asentada mayoritariamente cada una de ellas, respectivamente, como dándose la espalda, en cada uno de los lados del río. Escasas veces alguien cruzaba de un lado a otro, pues podías ser condenado al ostracismo por tus vecinos, que no querían que te contaminaras con “el otro”.

Ciertamente, pocas personas lo cruzaban, puesto que los miembros de cada comunidad procuraban coincidir lo menos posible con los de la otra, pese a que los acuerdos de paz imponían que un pequeño porcentaje de bosnios residieran en zona croata y viceversa. De hecho, algunas personas con las que trabajé cruzaron por primera vez conmigo, desde antes de la guerra, al otro lado, para enseñarme algunos lugares que debía conocer.

Y conocí a personas, civiles, especialmente mujeres, que habían organizado bajo tierra escuelas y hospitales, además de refugios con un mínimo de seguridad, para preservar un legado que de otra manera hubiera derivado en la práctica desaparición de una población civil altamente vulnerable. Las milicias pugnaban por el control del territorio habitado hasta entonces por una sociedad compleja, pues bosnios, serbios y croatas estaban presentes sobre el terreno, formando una buena cantidad de familias mixtas, en un lugar complicado desde siglos. Tan complicado como que también conocí a quien había dirigido las milicias bosnias, un militar profesional croata cuya esposa, que era bosnia, fue la primera víctima de los francotiradores croatas.

Por los contactos que mantengo, algo ha ido cambiando, pero no mucho. Se ha podido ir reconstruyendo el patrimonio, poco a poco. El Stari Most vuelve a lucir con todo su esplendor. Pero todavía no se han vuelto a forzar lazos normales entre las personas. Todavía están mirando, cada una, a su lado del río.