“A mí me han robado y me han insultado mientras cumplía condena en una de las cárceles de mujeres más peligrosas de Argentina. Para colmo, yo era la única española y las demás reclusas pensaban que estaba forrada. He visto cosas muy malas…”. Pepa se detiene, dudando si ahondar o no en más detalles de lo vivido -y sufrido- tras los muros de la cárcel de mujeres de Rosario, pero prosigue: “Vi cómo chicas se prendían fuego y se cosían la boca o cómo unas a otras se metían una paliza por nada. Ten en cuenta que vivía rodeada de asesinas a sueldo que con el tiempo me miraban y me decían: ‘¡Pero si esta no ha matado una mosca!’”, clama con su voz ronca, como clamó sin cesar en aquellos días que se convirtieron en años. “Porque lo cierto es que esas asesinas tenían razón: yo soy incapaz de usar ni un matahormigas”.
En marzo de 2020, el fiscal Spelta no la veía con esos ojos. No atisbaba en ella ese halo de inocencia después de estudiar los indicios acumulados en su contra. “Homicidio calificado por codicia”, pidió antes de que el juez la mandara a prisión. A ella y a su marido. Pepa Richarte, sevillana de 57 años por entonces estaba casada con el argentino Marcelo Fernández, de 53. Aunque sólo uno de los dos debería haber estado en aquella sala si el auténtico asesino -o seasé él- no hubiese callado la verdad durante casi dos años, sin que a posteriori haya pedido perdón o dado un porqué a ese silencio que mantuvo mientras ella sumaba casi 600 días presa injustamente, “comiendo pan con bichos y fruta podrida”.

Menuda, comida a un tiempo por los nervios, Pepa llegó a pesar 38 kilos. Daba igual cuánto repitiese que no era culpable, la situación parecía inamovible. Por la brutalidad del crimen, se enfrentaban a cadena perpetua acusados de matar a la que fuera su casera y amiga María Isabel Ruglio, una profesora jubilada de 73 años a la que la sevillana conoció en el bazar donde se puso a trabajar al poco de llegar a Argentina, y que le ofreció una socorrida vivienda ante el desamparo en el que se hallaban. Nada de lo que le había prometido Marcelo se había hecho realidad. “Me aseguró que había cambiado”, recuerda Pepa lamentando aún hoy el día en que lo creyó: “Lo vendí todo para irme con él a Argentina. Después de casi 20 años juntos, realmente yo lo quería pese a que era un maltratador psicológico, que me había dado algún empujón y que me apartó de mi hijo…”.
Pepa se detiene, como antes, para retomar el hilo con un detalle más de ese pasado violento por el que, a los trece años de casados y viviendo en Sevilla, Marcelo terminó deportado: se saltó la orden de alejamiento que le habían impuesto tras varias denuncias por maltrato. Quién lo delató fue Juan, el hijo de Pepa, al que le sorprendió enormemente que luego ella lo dejara todo por volver otra vez con él. “Aunque lo más increíble fue cuando me entraron mensajes por redes sociales de que mi madre, con la que llevaba días sin poder contactar, estaba detenida por homicidio en Argentina”, revive con sorpresa. “Salvo porque yo tenía claro que ella era incapaz de matar una mosca”.

De nuevo, ese convencimiento. El de quienes la veían incapaz de descuartizar a su casera y amiga con una radial para luego esparcir sus restos en las siete bolsas de plástico que hallaron unos pescadores a mediados de febrero de 2020. “Para mí fue un golpe muy fuerte cuando saltó la noticia del crimen”, confiesa Pepa, que a los pocos días del hallazgo estaba engrilletada junto a su marido. “María Isabel fue la única persona que me echó una mano cuando llegué a Argentina. Cómo iba a matarla si hasta fue testigo en nuestra boda allí”.
En cambio, para la policía el móvil del crimen estaba claro: sólo se acercaron a la víctima con el único fin de quedarse con su casa una vez muerta. Por suerte, la exculpación llegó casi in extremis, cuando estaba a punto de dictarse sentencia y tras desvelarse la pericial de los teléfonos móviles que sólo le ubicaba a él en la escena del crimen. Entonces sí, Marcelo confesó y reconoció que Pepa no tuvo nada que ver, que se deshizo de la casera solo. “Es lo que yo le repetía a mi abogado, que la verdad no se puede esconder. Que igual que sale la mentira, sale la verdad”.

Para las navidades de 2022, Pepa Richarte logró volver a casa con su hijo: “Mi Juan es mi salvación. Él ha sido mi único apoyo a distancia y una vez aquí”. La vuelta no ha sido fácil. Si no le quedaba nada después de venderlo todo para irse, obviamente regresó sin ahorros, con 61 años y sin trabajo estable a la vista. “Me gustaría saber cómo lo hace el resto, porque después de todo lo vivido yo no tengo indemnización de ningún tipo ni ayuda o pensión”. Y en ese suma y sigue, las secuelas son aún más inevitables. Pepa sufre estrés postraumático y claustrofobia; duerme con la ventana abierta incluso en invierno. “Sin duda, me ha cambiado la vida”, reconoce con el poso de quien ha superado mucho y siente que nada parece arreglarse del todo. “Aunque he estado en el punto de mira y al menos ahora valoro más el tiempo que me queda por vivir”.