Paula Reyes: “El arte hecho y dicho por mujeres siempre ha sido universal, pero no han querido que se vea”

La actriz y cantante de Pipiolas entrega una obra que vibra entre la autoficción y el manifiesto

“El amor no es siempre para quien lo desea”. Enriqueta —la protagonista de Joder y gracias— lo sabe bien. Habita un mundo torcido desde que su hermano se suicidó y le robó, sin quererlo, su propio destino. Desde esa grieta escribe Paula Reyes, actriz, escritora y música integrante de la banda de mujeres Pipiolas; es decir, artista de voz múltiple, con una poética áspera y luminosa que transita la intensidad emocional, la ironía tuitera y el feminismo feroz. Su nueva obra es un manifiesto generacional: directo como una conversación con amigas, melancólico como un opening de anime, afilado como la rabia que nos enseñaron a esconder.

Entre poemas y prosa, Paula Reyes no solo narra una historia: denuncia la herencia muda, el mandato de la dulzura, el sinsentido de una meritocracia que aún margina las voces femeninas. “Nos han dicho que somos literatura para mujeres, música para mujeres, bandas de chicas. No. Lo que tenemos que decir también es universal”, afirma. Joder y gracias no es solo un libro. Es una respuesta —y una decisión— de seguir aquí, sintiendo todo, diciendo todo.

– Tu libro se titula Joder y gracias. ¿Son dos palabras indispensables para ti?

Sí, son las dos palabras que más uso en mi día a día. Van unidas. Te diría que sí, que sí que van unidas. Porque sí, se me llena mucho la boca, pero también se me llena de agradecimiento.

– El libro nace del agradecimiento, pero también de cierta queja, cansancio y hastío. ¿Es un cabreo generacional?

No, no me cabrea. Creo que a lo mejor me viene muy grande la palabra “generacional”, pero es que yo formo parte de esa misma generación.

Hay muchas aristas ahí, lo que pasa es que creo que hay un lenguaje que sí nos identifica mucho, que al final es la ironía. Porque no somos una generación de cristal en absoluto, pero hay cosas que duelen tanto… estás tan conectada con ellas, empiezas a indagar tanto, ya no solo con lo que está ocurriendo a nivel social, sino con esta herencia que traemos de generaciones anteriores, como la de nuestros padres, donde la gestión de las emociones está más vacía porque se ha hablado menos.

Y al final cargamos con una herencia muy complicada y tenemos que hacer algo con todo eso, hay que ubicarlo en algún lugar. Para poder hablar de ello, si lo hacemos desde un lugar muy intenso creo que sería insoportable. Entonces el sentido del humor, la ironía, el lenguaje de Twitter, digamos, lo hacen más habitable. O al menos a mí me sirve para comunicarme mejor o desde un lugar de verdad, apartando un poco el dolor que supone ser consciente de tantas cosas.

– Eres creadora, artista, música, actriz, escritora… ¿El arte te ha servido para sostenerte emocionalmente? 

Siempre lo digo: lo que a mí me salva es haber tenido el lenguaje de la sublimación. Decir: “Mira, la manera que tengo de entender todo esto que me pasa, que pasa por dentro, y con lugares con los que conecto que a veces son un poco insoportables…”. Lo encuentro más apacible si la forma de comunicarme con ello es desde el lenguaje artístico, porque no sé entenderlo de otra manera. No sabría qué hacer con esto. Me llevaría a un lugar más de desesperación.

Desde este lugar, al menos digo: “Mira, ya que estoy aquí y esto está ocurriendo y no puedo evitarlo…”. Muchas veces yo le decía a mi psicóloga: “Quiero sentir menos. Es un lugar insufrible esto que tengo dentro”. Y ella me decía —quizá un poco magnificado—: “Paula, tienes que verlo como si tuvieras un don”. Me decía: “Imagínate que te lo arrebato”. Yo a veces me lo imaginaba como… ¿sabes?

Ese capítulo de Raven cuando tenía visiones, y en uno se las quitan. Ella decía: “Esto es una mierda porque me conlleva muchos problemas, pero a la vez, oye, con esto puedo hacer cosas chulas”. Pues he intentado traducirlo así: la sobreestimulación y el sobrecontacto con las emociones me lleva a lugares muy oscuros, pero también a resultados muy bonitos, como canciones, libros… o conversaciones muy interesantes con mis amigas y con mis padres.

– En tu caso, quieres sentir menos. Pero Enriqueta, la protagonista de tu libro, parece necesitar lo contrario: hacer algo extremo para sentir más, para conectar consigo misma.

Sí. Ella lo tiene un poco bloqueado y necesita algo extremo para reconectar. Hay cosas que la llevan a hacer eso para sentir más, para reencontrarse con ella. No sabemos de dónde le puede venir esto, porque no está en el libro. Es bonito también pensar qué le ha podido pasar en su pasado, cuál es su background para llegar a ese punto. Pero efectivamente está en un lugar de desconexión emocional total.

Porque se le hace insoportable. Supongo que habrá venido de un lugar muy oscuro. Así tira para adelante, pero al final todo explota. Es imposible vivir siendo un robot.

– ¿Crees que la respuesta emocional propia de nuestra época es la hiperconexión o la disociación? “O demasiados sentimientos o no los suficientes”, como canta Carolina Durante.

Creo que la disociación. Y creo que la ironía es una parte de esa disociación también.

El otro día tuve una conversación muy interesante con una amiga —bueno, en realidad solo tengo conversaciones interesantes con mis amigas; son las personas más increíbles del mundo— y me decía, respecto a una situación que ocurrió: “Puedo tomar ahora mismo dos decisiones. O enfrento el problema, con todo lo que conlleva: incomodidad, conflicto… o disocio, como llevo haciendo mucho tiempo, y sigo hacia adelante, situándome en una escena que, si la ves desde fuera, es una situación muy complicada, donde nadie querría estar. Un poco inorgánica, realmente”. Y creo que esa es la dualidad constante que vivimos en nuestro día a día: la de afrontar o disociar.

Joder y gracias aborda grandes temas —como el suicidio de un hermano o el deseo de desaparecer— desde una mirada cotidiana e íntima. ¿Cómo se equilibra lo grande y lo pequeño en la escritura?

Bueno, es que eso es la vida misma. La vida es eso que está constantemente dialogando entre lo grande y lo pequeño. A mí lo que me ha hecho empezar a disfrutar de ella ha sido fijarme en lo concreto. Hacerla más pequeña. Observar los detalles. Eso me arraiga mucho al presente, y eso me quita muchísima ansiedad.

Me he dado cuenta de que para mí la felicidad como concepto no existe, pero sí existe ese estado de estar apacible con el presente. Para eso tengo que estar en él, no puedo quedarme en la desesperación del futuro ni en la melancolía del pasado. Lo que me mantiene en tierra y me permite decir “un día más” es concretizar la vida, sostenerla en cosas pequeñas. Yo convivo con una depresión, vivo medicada desde hace muchísimos años, y la vida para mí es un lugar hostil de forma constante. La forma que he encontrado de hacerla habitable o incluso divertida —de asumir que estoy aquí, que voy a seguir aquí y que tomo esa decisión— pasa por eso: estar donde estoy sin reflexionar constantemente sobre por qué.

A veces lo hago, y por eso escribo. Pero esa manera de centrarse en lo concreto evita que se me vaya la cabeza.

– En el libro hablas de una “inquina incrustada”. ¿Qué papel juega la rabia como forma de canalizar emociones?

La rabia viene fenomenal. Quizá es que en mi experiencia siempre he tenido razones para enfadarme, pero me ha servido. Creo que es una decisión válida. Tenemos que apropiarnos también de esa rabia. Porque nos la quitan. Es como si no nos estuviera permitido enfadarnos.

Cuando eres mujer y te enfadas, enseguida te hacen ver que no está bien. Pero no está bien por razones profundamente machistas. Por eso reivindico también el derecho a enfadarse, a cagarse en todo, a decir “joder”, a blasfemar. Está bien. Defender los propios límites está bien. Porque muchas veces tenemos que tragar, sonreír y ser educadas.

Yo, en ese sentido, siempre he tenido los límites muy marcados. A lo mejor eso me ha hecho parecer, en algunas situaciones, alguien con “mucho carácter”. Me da igual. No me siento identificada con esa caricatura. Pero sí es verdad que, cuando sé que va a haber un conflicto, no me aparto. El conflicto no es un lugar apacible para mí, pero sí me resulta cómodo.

– En tu libro citas la “generación Rooney”. ¿Qué rasgos crees que nos definen?

Es que Rooney —Sally Rooney— de repente ha venido con un libro y nos ha dado una hostia a todos. Es muy difícil no haberse sentido identificado. Lo guay es que, al ver a sus personajes desde fuera, te dan ganas de agarrarles y decirles: “¡Hablad, coño, hablad!”. Porque parece tan sencillo… y sin embargo, ¿cuántas veces hemos estado ahí?

Creo que hubo una época en la que aprendimos que sentir menos era lo guay, que lo “correcto” era desconectar. Se ha estigmatizado mucho la palabra intensidad, y hay que reapropiarse de ella. No hablo de ser el centro de atención o de absorber la energía de los demás, sino de reivindicar que sentir cosas está bien. Sentir es una forma de estar vivos.

Renegar de las emociones es renegar de lo humano. Claro que hay que aprender con quién vulnerabilizarse —si no, puedes detonar una bomba que luego acarree consecuencias horribles para ti—, pero está muy bien hacerlo. Yo, siempre que me he abierto, que me he quedado a gusto, no me he arrepentido. Prefiero arrepentirme de lo que he dicho a arrepentirme de lo que me callé.

– En tu obra hay una tensión constante entre lo íntimo y lo generacional, entre lo biográfico y lo ficticio. ¿Dónde trazas la línea entre lo vivido y lo inventado?

Enriqueta, la protagonista, ha sido una excusa perfecta para mí. He depositado en ella preguntas, dudas, reflexiones… y al hacerlo he podido también eximirme de la culpa. Porque lo hace otra persona.

Es una trampa, pero también un derecho que tenemos quienes escribimos. Yo hago uso de ello. Enriqueta es un personaje que me cae muy bien. Estoy segura de que seríamos amigas. No soy yo, pero hay una gran parte de mí en ella, porque soy yo quien la ha escrito.

Siempre hay algo de autoficción en todo lo que se hace. Incluso cuando se escribe fantasía. Porque tiramos de recuerdos, y los propios recuerdos ya son una fantasía. La memoria es una construcción. Así que claro que hay mucho de mí, y me gusta que lo haya. Al final es un libro sincero, honesto. Pero no es una autobiografía. Mi hermano está vivo, está fenomenal. Jamás se suicidaría.

– ¿Crees que tu forma de escribir canciones se refleja también en tu narrativa? 

Sí, influye. Porque yo empiezo a escribir canciones desde la letra, siempre desde una pulsión literaria. De hecho, la decisión de ser actriz también la tomo a partir de ahí, de mi amor por los textos, por los versos que han escrito otros. Quería levantarlos, encarnarlos, darles voz. Y con las canciones pasa igual: ver qué música tenía eso que había escrito.

No soy música. Tengo un síndrome de la impostora muy fuerte, y ahora que estoy componiendo el segundo disco, estoy intentando lidiar con eso. Me ha llevado mucho tiempo porque no me atrevía. Pensaba que no iba a ser capaz de volver a hacer algo si no sabía de dónde había salido la primera vez.

Componer 20 canciones fue muy complicado. Salió primero un EP, luego colaboraciones, luego el disco… todo fue una vomitona de cosas que tenía dentro. Para mí, más que un acto profesional, fue terapéutico. Y de repente me vi con un trabajo al que no esperaba dedicarme.

– ¿Por qué ha pasado tanto tiempo desde vuestro último lanzamiento musical?

Ha pasado tiempo, sí, y también está bien que así sea. Sobreexplotar la música, estar sacando cosas todo el rato, hace que el mercado sea horrible. La música se convierte en otra cosa. Así que el parón ha sido prudencial, sí, pero la razón real por la que llevamos tiempo sin sacar música es esa: me ha costado volver a empezar.

– Como parte de Pipiolas, habéis apostado por una forma de hacer música que se aleja de “la matemática” del pop más previsible. ¿Esa libertad tiene que ver también con tu forma de llegar a la música?

Sí, totalmente. Lo que ha funcionado en Pipiolas es que no se ha respetado una matemática. Y eso me ha venido, creo, de ser analfabeta musical —aunque ya no lo sea—. Pero durante mucho tiempo lo fui, y eso me dio libertad. Mi composición parte de las letras, que ya tienen su propia música. Simplemente me paro a escuchar qué hay y luego trabajo en ello.

Es un proceso distinto. También he entendido que la voz en sí misma es un instrumento. Yo no toco un instrumento como para subirme a un escenario y tocar, pero mi profesión también es componer y cantar. Y la voz literaria que mencionabas… esa voz, en realidad, estaba antes. Es anterior incluso a la musical.

– Decías que empezaste a ser actriz porque querías poner en pie textos. ¿Qué tipo de textos te movieron al principio? ¿Cuáles son tus referentes más allá de Sally Rooney?

Lorca, por ejemplo. Yo leía a Lorca y pensaba: “Entiendo lo que me está contando, lo que me está diciendo, y además lo hace de una manera tan bella…”. Me gusta imaginar cómo sería Lorca ahora. Estoy segura de que sería una maricona maravillosa y que yo sería su mariliendre. Me encantaría, de verdad.

En casa siempre ha habido muchos libros. Mi madre es profesora de literatura, así que crecí rodeada de ellos. También me encantaban esos libros enormes, de brujería o de piratas, que eran casi interactivos: tenías que abrir mapas, descubrir olores, recitar conjuros… Eran muy especiales y convertían el acto de leer en algo muy personal, muy ritual.

Así es como lo he traducido yo también: como un lugar de ritual, donde sentarte y escoger qué libro leer y con quién. Lo mismo pasa en el teatro. Cada vez que entras en una sala, entras en un espacio sagrado. Lo que se hace ahí dentro se respeta.

– El cine, la literatura y la música han tratado tradicionalmente lo femenino como algo “pequeño”, menor. Vosotras os llamáis Pipiolas, que parece también una reapropiación de esa mirada. ¿Es así?

Sí, totalmente. Ya desde el nombre decidimos reírnos. Pipiolas ya era el titular, porque sabíamos cómo se nos iba a tratar. Entonces dijimos: “Ya está, vamos a llamarnos así y nos reímos antes”.

Además, es una palabra preciosa, anacrónica incluso. A mucha gente le suena familiar, les gusta porque se les había olvidado. Pero claro que hay una intención. Porque el arte hecho por mujeres, dicho por mujeres, siempre ha sido universal. El problema es que no han querido verlo así. Ha sido opacado, invisibilizado.

Ahora estamos zarandeando esa idea. Lo que tenemos para decir es tan universal como lo que pueda decir un hombre. Una voz femenina dicha por una mujer no es literatura para mujeres, no es música para mujeres, no somos una “banda de chicas”. No es así. Nosotras hemos leído y escuchado todo lo que han dicho los hombres. Pero ellos no han tenido que hacer ese esfuerzo en sentido contrario.

Mi mejor amiga Alvanta me decía el otro día: “Cuando en un colegio dicen ‘todos al patio’, se levantan niños y niñas. Pero si dicen ‘todas al patio’, solo se levantan las niñas”. No hay una identificación con lo femenino en los hombres. Y eso es un problema educativo. Es por eso que estoy en contra de las listas de reproducción solo de mujeres. No porque haya mala intención, sino porque no van a funcionar.

– ¿Y qué opinas de los festivales exclusivamente femeninos o aquellos en los que solo se programa a bandas de mujeres?

Es un tema que me genera muchas dudas. Reflexiono mucho sobre ello. Entiendo de dónde parte, y no hay maldad, pero no creo que funcione así. Tiene que haber una obligación, una inclusión forzada. Lo siento muchísimo, pero ahora mismo es necesaria. El hombre que va a un festival debe tener también la oportunidad de ver y escuchar algo que, si estuviera en su casa, no buscaría por iniciativa propia.

Lo he hablado con muchos compañeros que tienen la oportunidad de programar teloneros o artistas en giras. Tienen que mirar a su alrededor y decir: “Voy a ayudar a esta banda de mujeres que está empezando”. Porque si no lo hacen, es imposible. No me vale que me digan: “Es que si no se escucha, si los números no acompañan…”. Es mentira. En un festival concreto, yo me metí a revisar los perfiles de todos los hombres que tocaban, y muchísimas compañeras los triplicaban en oyentes. Y no hablo solo de nosotras.

Entonces, si haces el esfuerzo de meter al chaval de turno que está empezando, haz también el esfuerzo de mirar a tu derecha. Porque si no, buscan excusas. Y no entiendo el enfado. Nosotras lo denunciamos y ellos se enfadan con nosotras. No lo entiendo. No nos vamos a callar con esto.

– ¿Crees que el enfado de los hombres tiene que ver con una reacción frente a la pérdida de privilegios?

Sí. Muchas veces no han reflexionado sobre sus privilegios porque no han tenido necesidad de hacerlo. Entonces, cuando sienten que alguien se los quiere “quitar” —que ni siquiera es eso, simplemente se trata de compartir el espacio—, se ponen a la defensiva. Como si les fuéramos a arrebatar el escenario.

Yo siempre lo digo: no es que los hombres ya no vayan a poder subirse a un escenario. Es simplemente que tienen que compartirlo. Pero hablan como si fuera selección natural. Como Harold Bloom, cuando hablaba del canon occidental y decía que si no hay mujeres es porque no interesan. ¿Cómo no me voy a sentir más inteligente que eso? Es una visión reduccionista y absurda.

Cuando hablo con amigos o familiares hombres, siempre les digo: “Tienes que ir cinco capas más abajo”. Porque no hay una inercia natural, no hay una selección espontánea. Hay una estructura injusta de base. Lo que hay es un constructo. Los privilegios funcionan como una herencia: sigues siendo rico porque tus padres te dejaron cinco casas. No me vale que digas que montaste una empresa solo con tu esfuerzo si tus padres te dieron el dinero.

No existe la meritocracia. Existe lo que haces con las oportunidades que tienes. Pero si las oportunidades no son las mismas, entonces no me hables de meritocracia. Hay muchas bandas de hombres ahí no por mérito, sino por inercia. Y esto no puede seguir siendo solo nuestra lucha. Porque cuando solo gritamos nosotras, parecemos las enfadadas. Y lo estamos. Pero joder, enfádate conmigo, colega, que somos compañeros.

– Estás en tres ámbitos creativos muy relevantes: la música, la interpretación y la literatura. ¿Sigues teniendo que abrirte paso a codazos o crees que algo ha cambiado?

Aunque podríamos decir que el espacio es ahora un poco más favorable —y sí, algo ha cambiado— no quiero caer en aplaudir al pez por nadar. Sigue siendo igual de complicado. La estructura sigue siendo muy patriarcal, y nosotras seguimos teniendo que reivindicar constantemente. Aún no es un lugar apacible para nosotras. Queda tanto por hacer…

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