Asturias es tierra de paisajes verdes, de sidra y de recetas que han sobrevivido al paso de los siglos gracias a la transmisión oral de generación en generación. Entre esos tesoros gastronómicos que resisten al olvido se encuentran las faraguyas, un plato humilde, sencillo y nutritivo que merece recuperar protagonismo, especialmente en otoño, cuando las cocinas se llenan de aromas hogareños.
Un plato de raíces campesinas
Las faraguyas forman parte de la cocina tradicional asturiana, vinculada a los hogares rurales y a la necesidad de aprovechar al máximo los recursos disponibles. Su origen se remonta a tiempos en los que el maíz, traído de América en el siglo XVI, se convirtió en ingrediente esencial de la dieta del norte peninsular.
La receta consiste en una especie de tortas o crepes elaboradas con harina de maíz, agua y sal, que se cocinan en una plancha o sartén caliente. Aunque la base es extremadamente simple, la versatilidad del plato ha permitido múltiples variaciones: dulces con miel o azúcar, o saladas acompañadas de leche, embutidos o quesos de la zona.
En las casas asturianas, las faraguyas eran habituales en los desayunos y cenas, especialmente durante el otoño e invierno, cuando aportaban energía y saciaban tras las largas jornadas de trabajo en el campo.
El otoño, la estación perfecta
El vínculo de las faraguyas con el otoño no es casual. La cosecha del maíz marcaba el calendario agrícola asturiano, y tras la recogida del grano se elaboraba la harina que después se guardaba en la panera o hórreo para su consumo durante todo el año.
Además, el clima fresco de la estación invitaba a preparar comidas calientes y reconfortantes. Pocas cosas resultaban tan hogareñas como una sartén chisporroteando con faraguyas recién hechas, acompañadas de un vaso de leche fresca, un poco de manteca casera o, en versiones más festivas, con chocolate caliente.
Ingredientes y preparación
La receta básica no requiere más que tres ingredientes:
- Harina de maíz (no de trigo, lo que le otorga su característico sabor).
- Agua templada.
- Una pizca de sal.
La preparación es rápida y sencilla. Se mezcla la harina con el agua hasta lograr una masa ligera, similar a la de unas filloas o crepes. A continuación, se vierte un poco de esa masa sobre una sartén bien caliente, engrasada con manteca o aceite, y se extiende hasta formar una torta fina. Tras unos segundos, se da la vuelta para que se dore por el otro lado.
El resultado son unas láminas doradas, flexibles y ligeramente crujientes en los bordes, listas para servir solas o con acompañamientos.
Dulces o saladas
Las faraguyas son un ejemplo perfecto de cómo un plato humilde puede transformarse en festín según el acompañamiento. En la versión dulce, se servían con azúcar espolvoreado, miel o manteca batida, convirtiéndose en una merienda popular entre los más pequeños. En la versión salada, eran habituales con queso fresco, embutidos caseros o simplemente con leche.
Hoy, los cocineros más creativos las reinterpretan con rellenos modernos: desde setas de temporada hasta queso Cabrales fundido, sin olvidar maridajes con productos otoñales como las castañas o la calabaza.
Una tradición en peligro de olvido
Aunque durante siglos las faraguyas formaron parte del día a día asturiano, su presencia en las mesas actuales es cada vez menos frecuente. La facilidad de acceso a otros productos, la globalización y los cambios en los hábitos alimentarios han relegado este plato a la memoria de las generaciones mayores.
Sin embargo, en los últimos años varios restaurantes y asociaciones culturales han reivindicado su valor como parte del patrimonio gastronómico asturiano. Algunos concejos incluso han organizado talleres y degustaciones para dar a conocer a los más jóvenes cómo se preparan.
Recuperar un sabor de siempre
El otoño es la ocasión ideal para rescatar esta receta y devolverle un hueco en las cocinas. Las faraguyas no solo representan un alimento sencillo y económico, sino también un vínculo con la historia y la identidad asturiana.
Incluirlas en la mesa es una forma de rendir homenaje a las generaciones que las mantuvieron vivas y de disfrutar de un plato tan versátil como entrañable. Porque más allá de su sencillez, las faraguyas son símbolo de lo que caracteriza a la cocina tradicional: el ingenio de hacer mucho con muy poco.