Opinión

El silencio y el verbo (algunas breves notas)

Ángeles Caso
Actualizado: h
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El silencio

Cuando las voces se nos quedan roncas, no hay nada más curativo que callarse. Y las voces se nos quiebran a menudo, cada vez más: todos tenemos la sensación de que si no gritamos, no se nos oye. Hay demasiado ruido alrededor, siempre, un rugido sin sentido, un guirigay de mentiras, acusaciones, insultos, desinformaciones, incluso también a veces de ideas bienintencionadas, pero gestadas a toda velocidad en medio del caos general, sin que haya tiempo para entregar la mente al largo y luminoso recorrido de la reflexión. Y a fuerza de gritar, perdemos el tono, el equilibrio, el sentido mismo de lo que intentamos decir, palabras lanzadas al aire como piedras hirientes y no como elementos de la construcción de lo humano, tan sólidos como protectores.

Enmudecer un rato. Guardar silencio para no seguir añadiendo confusión a la confusión, escándalo al escándalo. Quedarse voluntaria y conscientemente callados durante un tiempo no solo no nos arrebata la voz, sino que la sana y la amplifica.

La vulnerabilidad

¿Existen eso que solemos llamar “las gentes de una pieza” (o más bien ”los hombres de una pieza”, porque a las mujeres raramente se nos aplica esa calificación)? ¿Hay personas que no se rompen nunca ante nada y permanecen firmes e impasibles incluso en medio de la mayor de las dificultades? Probablemente sí, pero de existir, creo que son personalidades que rozan la psicopatía. Nunca me he fiado de los individuos así, de quienes jamás han sentido el temblor que a menudo te provoca la vida, lo quieras o no, de los que no se han permitido castañetear los dientes por un momento, meterse una tarde en la cama creyéndose incapaces de seguir adelante, de quienes nunca se han visto aplastados por el peso atroz que a veces cae sobre nosotros y nos deja sin respiración durante un rato.

No considero que esas gentes sean admirables, igual que no lo son las que viven convencidas de que no existe el peligro. Todos sabemos que el valiente no es quien piensa que no hay riesgo ninguno, sino por el contrario, el que lo sabe, lo asume y se enfrenta a pesar de todo a él con todos los recursos a su alcance. Lo mismo ocurre, creo, con la firmeza: ser firme y sólido no significa no desmoronarse nunca, sino más bien aceptar las vulnerabilidades y sobreponerse a ellas, recomponiéndose a mejor.

La palabra

En el principio era el Verbo. Eso afirma en su primera línea el libro en el que se basan una parte importantísima de las religiones y las civilizaciones del mundo actual. Es una idea profunda y cargada de significado: la palabra, que nos define como humanos frente al resto de las especies, existía antes de que nosotros mismos existiéramos.

Quizá estaría bien que recuperásemos un poco ese sentido sagrado —en cuanto humanísimo— de la palabra. El Verbo insufla vida, crea, produce, genera. No es solo una forma de llamar a las cosas —mesa, manzana, algodón—, es también la única manera a nuestro alcance de definirlas más allá de nosotros mismos. Y al mismo tiempo que las definimos, les damos forma y creamos nuevos objetos, intrínsecamente unidos a los anteriores.

Las palabras no pueden ser armas de destrucción. Somos responsables de lo que decimos y de cómo lo decimos, y de las consecuencias que nuestras palabras tienen sobre la vida de los otros y sobre el mundo. Andar por aquí este breve ratito que se nos permite, un pequeño puñado de años, no puede consistir en pasarse el día gritando, lanzando improperios, inventando calumnias, insultando a voz en cuello, convirtiendo en enemigos-a-machacar a quienes simplemente tienen palabras diferentes de las nuestras en sus mentes, a veces para nombrar cosas opuestas a las que nosotros deseamos pero a menudo también para dar forma a lo mismo que nos parece importante a nosotros, aunque los materiales o los colores sean distintos.

La reflexión

¿Para qué queremos las neuronas y su impactante capacidad de observar, establecer conexiones y llevarnos más allá de lo obvio? ¿De qué nos sirve todo el conocimiento que hemos ido acumulando como especie, la experiencia común de humanos transmitida cuidadosamente a través de infinitas generaciones? ¿De verdad que todo eso solo es útil para generar tensión, enemistad, odio incluso, para combatir perpetuamente al otro en lugar de colaborar con el semejante?

Si nos parásemos un instante, si acallásemos un rato, aunque fuese breve, el griterío confuso y enervante que nos rodea día y noche, quizá la reflexión —ese tesoro humano que el Verbo nos ha regalado— se iluminaría dentro de nuestras mentes y nos permitiría establecer en la desoladora vida pública que nos ha tocado vivir un consenso equilibrado para alcanzar lo único que realmente vale la pena en todo este esfuerzo desaforado, el bien común. Disponemos de los instrumentos para lograrlo. Nos falta únicamente la voluntad. Tal vez deberíamos dejar que el silencio nos la muestre, resplandeciente y desnuda, como una antigua divinidad.