Eurovisión, ese festival que muchos viven como una fiesta de colores, de comunidad y de música, ha vuelto a demostrar que puede convertirse en un espejo incómodo de nuestro tiempo. La Asamblea General de la Unión Europea de Radiodifusión (UER), organizadora del festival de Eurovisión, decidió ayer apoyar que Israel participe en la edición de 2026, y España ha respondido retirándose del certamen. Y detrás de ese gesto, se ve a una emisora de televisión que tiene claro lo que quiere contar de sí misma y del país que somos.
No olvidemos que un barómetro del Real Instituto Elcano publicado en julio indicaba que un 82 % de españoles considera que lo que sucede en Gaza equivale a un genocidio. Ese mismo estudio señalaba que un 70 % apoya que la Unión Europea impusiera sanciones a Israel. El sentimiento ante la atrocidad del estado israelí no es exclusivo de España.
Países Bajos, Eslovenia e Irlanda también decidieron ayer apartarse de la edición de Eurovisión 2026. El movimiento de los cuatro países dimisionarios altera de manera significativa el rumbo habitual del certamen.
En la cita de la UER de ayer, convocada para revisar un conjunto de reformas presentado el 21 de noviembre, RTVE formó parte del grupo de ocho delegaciones que reclamaron que la votación fuese confidencial, pero la presidencia de la UER descartó esa posibilidad. Tampoco prosperó la exigencia de la corporación española de someter a votación aparte la presencia de Israel en la competición. En una nota pública, RTVE afirmó que “esta decisión acrecienta la desconfianza de RTVE en la organización del festival y confirma las presiones políticas en torno al mismo”. Presiones que habrían convertido Eurovisión en un artefacto político para unos y para otros. Eurovisión es el escenario en el que los países se muestran y se explican.
Pedro Sánchez, siempre tan consciente de la imagen exterior, sigue construyendo relato. Él ya había dejado claro que prefería un Eurovisión sin Israel, invocando ese sentido de coherencia que el Gobierno repite en su política exterior: si Rusia no pudo participar tras invadir Ucrania, ¿por qué Israel sí, en medio del conflicto de Gaza? Esta retirada le ofrece un terreno cómodo que marcará la conversación pública de los próximos días. No hace falta elevar la voz: los hechos encajan en una narrativa que ya estaba escrita.
Y, mientras todo esto ocurre, mientras los titulares hablan de geopolítica, de derechos humanos, de boicots y precedentes, yo no puedo evitar mirar hacia el lado del público. Personas que cada mayo se reúnen en torno a la pantalla, rituales domésticos que este año se quedarán huérfanos. Y también el lado más terrenal de la televisión: el negocio, la disputa por las audiencias, esa letra pequeña que suele pasar desapercibida. Porque si RTVE renuncia al festival, Eurovisión no desaparece: simplemente queda libre. Y eso es un caramelo para cualquier cadena privada. Antena 3, Telecinco, incluso la FORTA, si las autonómicas tienen ambición o interés… cualquiera podría comprar los derechos y convertir esa renuncia en una oportunidad comercial gigantesca.
Eurovisión siempre ha sido un espectáculo, pero esta vez a lo grande. Una organización decide alinearse con un estado genocida, una televisión pública elige una posición ética, un miembro crucial decide retirarse y retirar sus fondos, un Gobierno ve cómo su discurso encaja sin forzar, y una industria audiovisual se prepara para un movimiento que puede cambiar el mapa.
Y yo, desde fuera, siento que este festival cada vez habla menos de canciones y cada vez más de quién quiere sostener el micrófono cuando las luces se encienden.



