Las lluvias cesaron, llegó el buen tiempo y con él la temporada de celebraciones. Este año me toca una muy especial: mi hija se gradúa. En plena vorágine de preparativos para el evento, recuerdo el final de mi carrera. Fue mucho menos solemne: un día frío de febrero en la Facultad de Derecho de la Complutense. Me había quedado una asignatura y acabé un año más tarde de los cinco que eran por entonces. Sin ceremonia, ni diplomas.
Lo que sí hubo fue un viaje de fin de curso a Estambul, meses antes de terminar. Recuerdo la emoción de pasear por el palacio de Topkapi que me transportaba a Las mil y una noches, ese libro con el que había fantaseado en la adolescencia. Pero después, cada uno aprobó cuando pudo y no celebramos nada más. Aún hoy, a mis cincuenta, hay noches en las que sueño que me quedan varias asignaturas pendientes y debo volver a estudiar. Despierto con angustia. Quizá porque en aquellos meses de mayo y junio apenas veía el sol, vivía encerrada, estudiando más de doce horas al día esos tomos de Derecho gruesos como ladrillos. Sin embargo, lo recuerdo también como una de las mejores etapas de mi vida. Ser estudiante suponía tener una única responsabilidad: aprobar.
Tras la carrera o el posgrado correspondiente —vivimos tiempos de especializaciones— llega la entrada oficial en la vida adulta. Eso le toca ahora a mi hija. La veo y siento que se ha hecho mayor. Que el tiempo ha pasado demasiado rápido desde aquel primer día de colegio, con tres años, agarrada de mi mano, asustada y curiosa a la vez. Aunque ya camina sola y sabe que mi mano sigue y seguirá siempre abierta para cuando quiera volver a tomarla, ha aprendido a volar. Estoy orgullosa de ella. Ahora empiezan nuevas responsabilidades y, a cambio, llega también la independencia. Buscar trabajo, por ejemplo, que ya es un trabajo en sí mismo. Al menos, el correo electrónico la ha librado de las colas de Correos, los sobres, las fotocopias y las direcciones mal escritas que marcaron las primeras búsquedas laborales de mi generación.
Y, con ese proceso, llega también la pérdida de una segunda inocencia: la que teníamos cuando soñábamos con nuestra futura profesión. Yo, por ejemplo, quería llevar grandes casos como en La ley de Los Ángeles, esa serie americana que tanto me fascinaba en mis años de estudio. Y, sin embargo, uno de mis primeros encargos fue ir a la cárcel de Soto del Real a visitar a un narcotraficante deprimido porque los últimos cambios en el Código Penal no le beneficiaban. Años después y mucho gracias a la escritura, he comprendido que la realidad casi siempre supera a la ficción. Que muchas de las mejores cosas que nos suceden no las hemos soñado, ni planeado, ni previsto, llegan así, sin avisar y son incluso mejores de lo esperado. Creo que mientras sigamos pedaleando en esta bici que es la vida, esos descubrimientos seguirán siendo un regalo. Si la vida fuera siempre como la esperamos sería aburrida. A veces solo se necesita tiempo para verlo. Como decía Marguerite Yourcenar: hay instantes que no se comprenden sino muchos años después.