El pasado 18 de diciembre, en la última sesión de control al Gobierno del 2024, Pedro Sánchez le espetó a Alberto Núñez Feijóo: “Acabamos como empezamos el año, ustedes con el bulo y nosotros con el BOE”. La primera parte de la frase puede ser discutible, pero, desde luego, la segunda, no. Es el presidente quien tiene la obligación de impulsar la acción de Gobierno.
En septiembre del año pasado, Sánchez se dirigió a los suyos en el Comité Federal del PSOE y les mostró su disposición a seguir gobernando, a seguir avanzando, “con o sin apoyo de la oposición, con o sin el concurso del Poder Legislativo”. El tiempo ha demostrado, sin embargo, que la realidad es tozuda, que sólo se puede gobernar, (gobernar, no estar en el Gobierno), con el apoyo de las cámaras, al menos con el respaldo del Congreso. Y eso, cada día se le hace más cuesta arriba al Ejecutivo, al que se le va diluyendo su mayoría progresista como un azucarillo en el agua. Consciente de su debilidad parlamentaria desde el inicio de la legislatura, el presidente ha intentado eludir la presentación de leyes y tirar de parlamentarismo creativo. El otro día José Antonio Zarzalejos cifraba en 140 los decretos-leyes aprobados por Sánchez desde diciembre de 2018. Y si se trata de abordar algún tema peliagudo, el Gobierno prefiere plantear, antes que una ley, una proposición de ley, para evitar el control del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial.
La semana pasada el Ejecutivo volvió a cosechar una sonora derrota con la presentación de un decreto ómnibus que incluía 80 medidas y en la que se recogían, entre otras cosas, el incremento de las pensiones, las ayudas por las riadas en Valencia, los descuentos al transporte, la cesión de un palacete en París al PNV, el aumento del IVA de la luz y los alimentos, o el fin de la suspensión de los desahucios. No era la primera vez que el Gobierno hacía estas cosas: en marzo de 2020, en uno de los picos más altos de la pandemia, incluyó en uno de los decretos sobre el estado de alarma una modificación legal para que Pablo Iglesias pudiera formar parte del CNI. Además, en enero del año pasado otro decreto ómnibus estuvo a punto de decaer también por falta de apoyos. Junts salvó al Ejecutivo sobre la campana a cambio de un acuerdo para que se cedieran a la Generalitat las competencias de inmigración. Ese acuerdo no se ha cumplido y Puigdemont decidió la semana pasada romper la baraja.
La solución para el Gobierno sería fácil: presentar tres nuevos decretos con las cosas que sí puede apoyar el PP: pensiones, descuentos al transporte y ayudas a Valencia, pero el Gobierno prefiere que se cree un caldo de cultivo para que los españoles culpen a los populares de lo ocurrido. El PP, por su parte, ha presentado diferentes proposiciones de ley para que puedan salir adelante esos tres paquetes de ayudas. Sánchez seguirá dando largas al asunto. El presidente ha dejado claro que el decreto, o es ómnibus, o no será. Su intención es volver a presentarlo y ha prometido sacar votos “hasta debajo de las piedras”, pero eso sólo pasará con nuevas cesiones a los independentistas, o con una foto rindiendo pleitesía a Puigdemont en Waterloo.
Lo malo de forzar mucho la cuerda es que puede que acabe rompiéndose y que, al final, la sociedad culpe al Gobierno de esa falta de voluntad política. De hecho, después de lo ocurrido en Valencia, el PP ha vuelto a subir en las encuestas, y, en Andalucía, Juanma Moreno doblaría en escaños a María Jesús Montero, a la que los andaluces ven más interesada en defender los intereses de los catalanes que los suyos propios.
Sánchez tiene clara su estrategia: que la pelota siga rodando. El problema, para él, es que Junts, aunque no lo parezca, también tiene clara la suya: “Lo prometido es deuda”, y piensa cobrársela.