Generación conectada

Mayores desconectados: los olvidados por el progreso tecnológico

Cerca de un millón de personas declara sentirse excluida de la vida cotidiana por no entender los trámites digitales y las consultas administrativas básicas

En España, según el INE, más del 40% de los mayores de 75 años no han usado jamás Internet. Cerca de un millón de personas declara sentirse excluida de la vida cotidiana por no entender los trámites digitales y las consultas administrativas básicas. Pedir cita o pagar los nuevos impuestos de residuos se ha convertido en un suplicio para la tercera edad.

Recuerdo a mi madre, ya mayor, cuando me decía que un amigo suyo se “bajaba música”. Yo le preguntaba cariñosamente ¿de dónde se las baja mamá? Me apuntaba al cielo sin saber muy bien de qué hablaba. Aunque efectivamente se tratase de “la nube”, ella desgraciadamente no tenía ni idea.

En un país cuya población envejece, es curioso ver cómo jóvenes, adultos, instituciones y empresas se olvidan de quienes nos trajeron a este mundo. La brecha digital que está en marcha les relega a un imparable olvido, a tener que pedir que les echen una mano para poder percibir su jubilación o ejercer cualquiera de sus derechos.

Los bancos líderes gastan sumas ingentes en anuncios y promocionan sus supuestos valores humanos, pero la comodidad digital solo encubre un modelo centrado en la eficiencia y no en las necesidades de este colectivo.

 

Un exilio tecnológico silencioso

Mientras nuestro país presume de atraer a grandes corporaciones americanas, de ser puntero en energías renovables o cuidar el clima, la realidad es que millones de ciudadanos están condenados a una especie de exilio tecnológico.

La brecha es generacional, pero se agrava con algunas facetas geográficas y económicas. En pueblos de Aragón, Castilla o Extremadura, no llega ni el AVE ni las propuestas de ayudas públicas. Eso sí, Hacienda no les olvida. Para muchos mayores contratar el ADSL es un lujo, un coste mensual que no pueden permitirse. Pero ahora el Estado les pide cosas que antes traía la cartera, que se descarguen certificados o digitalicen sus firmas.

A muchos abuelos que trabajaron fuera, como en Francia, se les pide también que se identifiquen por videollamadas internacionales para dar fe de vida, cuando muchos ya padecen deterioro cognitivo y no saben ni quién es su familia. Probablemente decenas de miles dejen de percibir esas merecidas ayudas, por no saber dónde hay que darle a la tecla.

Una modernidad excluyente

Empresas y Estado lo digitalizan todo. Lo que puede parecer cómodo para unos es para otros un auténtico laberinto sin salida, un quiosco de información sin empleada, un infierno de incomprensión despiadada.

Sin contar con que las propias plataformas no son del todo fiables, y te reenvían, sin explicación, a la casilla de salida. Una terrible frustración que hemos sufrido todos, incluso los alfabetizados digitalmente, así que imagínense los que no se criaron con tabletas y cuadernos digitales.

El propio Banco de España confirma que los mayores son los más perjudicados por la desaparición de oficinas físicas. La banca digital, una promesa fallida de modernización igualitaria, expulsa cruelmente a quienes no saben qué es eso de “usar contraseña” o “facilitar su huella”.

Aunque la inseguridad en las calles vaya a más, la mayoría preferiría seguir retirando su dinero en ventanilla, pero los bancos la han sustituido por unos agentes inmersos en sus pantallas de ordenadores y unos cómodos sofás cuyo uso la gente mayor no entiende.

Los distintos Gobiernos presumen de ambiciosos planes digitales, cuando se deja al margen a millones de personas mediante maquiavélicas estrategias optimizadoras.

El impacto emocional de la desconexión

La brecha digital no afecta únicamente la economía personal, la pérdida de ingresos y ayudas es también emocional y afecta la salud mental de los más veteranos. Muchos sienten que el mundo se ha acelerado considerablemente y nadie les ha avisado. Antes, hace 20 años, era todo más sencillo. Había cabinas por las calles y teléfonos fijos, había un banco tuyo en el barrio, conocías al encargado. Sabía quiénes eran tus hijos y te aconsejaba cómo colocar tu dinero.

Ahora todo transita por una nube abstracta, donde los más preparados guardan sus fotos, comparten conversaciones entre ellos o invierten su dinero, y todo a través del teléfono, cuando ellos tienen miedo a cometer un error y perder todo lo ahorrado.

La tecnología conectora también favorece la soledad. Los algoritmos no entienden de nostalgia, ni de gente que no sabe dónde introducir su clave. Millones sufren en silencio en sus hogares, pensando “es que soy muy torpe para todo esto”. Y mientras tanto, el resto del país sigue avanzando y disfrutando del entreteniendo, sin preocuparse de los ancianos.

Parchear no es integrar

Muchas empresas han detectado el interés económico de la generación “silver” como se la llama elegantemente. Residencias y viajes para la tercera edad ya existían, ahora las formaciones a entornos digitales también abundan. Pero muchos directores de estudio piensan que “formar” es poner delante de un tutorial en YouTube a la gente. Algunos ayuntamientos rurales intentan ayudar como pueden, por cercanía a esta generación olvidada. Las ONG rellenan expediente y son, a menudo, los hijos a quienes les toca realizar todas esas tareas, sin tampoco haber recibido formación alguna.

La brecha es también ética. En los últimos meses, ciudades como Palma han visto brotar concentraciones de pensionistas y asociaciones vecinales. Exigen a los bancos “un servicio digno y mínimo” para los mayores. En Sevilla, colectivos de jubilados y sindicatos reclamaron más atención presencial y denunciaron que la digitalización estaba dejando a mucha gente “fuera”.

¿Puede considerarse un país moderno el que saca del sistema a quienes lo levantaron? ¿Es progreso tecnológico obligar a una persona de 80 años a tramitar online cualquier asunto? Es bastante vergonzoso.

No somos un país para viejos

Por supuesto que nos debemos preocupar de la inseguridad, del acceso de los jóvenes a la vivienda o a su primer empleo, pero no podemos actuar como avestruces metiendo la cabeza en el agujero. Tarde o temprano nos tocará a todos ayudar a ese pariente desconcertado. También deberemos enfrentarnos personalmente a ese momento donde sufriremos en nuestras propias carnes que este no es un país para viejos.

La nueva brecha digital ya no separa a expertos de principiantes, a ricos de pobres, sino a quienes ya no pueden participar en la sociedad plenamente. Ya no se trata de acceso a la tecnología, sino de democracia. Si un ciudadano, joven, mayor o por sus circunstancias, no entiende de pantallas, y no se le ofrece ayuda, ya no es desconexión digital, es injusticia. Al margen del reto de la España vaciada, está el de la España olvidada y marginada.

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