Las madres a las que el sistema volvió a maltratar

Dos víctimas cuyas exparejas han sido condenadas por violencia de género y a las que obligan a que sus hijos visiten a sus maltratadores narran el hostil viaje judicial en el que continúan inmersas

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Dos mujeres, Laura, y Ana (nombres ficticios). No se conocen, no han hablado nunca y viven en distintos puntos de España, pero están ahogadas por un mismo hilo. El de tener que permitir que sus hijos e hijas visiten a sus padres condenados por violencia de género. A pesar de las diferencias de sus casos concretos, su discurso es calcado. Se han sentido maltratadas por el sistema, juzgadas y no han encontrado en los protocolos la seguridad y el calor que se debería ofrecer a una víctima. Estas son sus historias.

Ana

Era un terremoto y tenía ciertos problemas con las drogas cuando le conoció, pero se “encaprichó” de él y, como se fue moderando, tuvieron un hijo. Se casaron cuando el niño cumplió tres años y buscaron el segundo. A los tres meses de este nuevo embarazo, Ana sitúa la transformación. Era Dr. Jekyll y Mr Hyde. Empezó a gritar por todo, a insultar, a ordenar “se convirtió en un dictador” y se obsesionó con la idea de que la hija que esperaban no era suya. Llegó hasta tal punto la angustia de Ana que no quería que su entonces marido la acompañase al paritorio. La llegada del bebé no hizo sino empeorar la situación.

Al maltrato psicológico se le unieron las amenazas. “Quieres que te pegue para tener marcas, pero no te voy a dejar marcas. Un día vas a tener un accidente. Te voy a matar y te voy a enterrar en el campo. Nunca te van a encontrar”. Ana jamás pensó que él fuese a cumplir su palabra, se había acostumbrado a eses nivel de violencia, pero un día, pegó a su hija pequeña y algo le hizo clic. “Pensé al final me mata y se quedan mis hijos tan pequeños solos en el mundo”. Era tan evidente que este hombre era un peligro para ella y los menores que el propio hermano del maltratador un día le dijo: “Voy a comisaría a denunciar. O vienes conmigo o voy solo”.

No tiene buen recuerdo de cuando su drama personal lo empezaron a gestionar otros. “Vas como una pardilla pensando que te van a ayudar y a proteger, pero no es así”, se lamenta. Se sintió juzgada, y nada más firmar la denuncia le entró vértigo, se asustó, cómo si hubiera saltado al vacío. A él le hicieron abandonar la casa, cambiaron las cerraduras y una patrulla policial vigilaba sus movimientos. Y aún así, al día siguiente, un juez estipuló un régimen de visitas para los menores.

Tenía que recogerlos en casa de la abuela materna, sin embargo, un día, acudió borracho, en coche, dando frenazos. Se dio una situación violenta que involucró a los niños. Tampoco se suspendieron las visitas. Los responsables consideraron que se debían realizar en un punto de encuentro. Ella, asustada, tuvo que cumplir con la ley, no tenía otra opción, aun así, la mayoría de las veces el padre no se presentaba, otras, aparecía ebrio y bajo los efectos de las drogas.

Ante estos despropósitos, los responsables decidieron que el padre se tenía que someter a un proceso de desintoxicación para poder ver a sus hijos. Mientras, se saltaba la orden de alejamiento una y otra vez, lo que obligó a Ana a recluirse en su casa. La orden era para él, pero era ella quien se tenía que esconder porque, además, mientras se paseaba por su barrio les advertía a los vecinos y conocidos de que “la iba a matar”.

Ana denunció los quebrantamientos de la orden de alejamiento, y a la cuarta, la juez decretó su ingreso en prisión durante un año. Su hija pequeña apenas tenía dos y el mayor 8 años. “Fue una bendición”, recuerda, pero sabía que empezaba la cuenta atrás. Nada más salir de la cárcel, desintoxicado, pidió reanudar las visitas con sus hijos.

Los niños no querían acudir a estos encuentros, la pequeña apenas tenía recuerdos con su padre y el mayor, que presenció varios episodios violentos e incluso fue agredido, lo mismo. Ana se afanó en mantener vivo el falso recuerdo del padre ausente porque sabía que ese momento llegaría y no quería traumatizarlos más. “Les dije que estaba de viaje y que algún día volvería”. Y así fue. Hoy, ya sin medidas de protección, le han propuesto un proceso de mediación con su maltratador para llegar a un acuerdo por la custodia a pesar de las secuelas del maltrato con la que conviven ella y sus hijos.

Laura

Tuvo que enfrentarse a la muerte temprana del padre de su hija mayor. Pensó que la vida le había dado un mazazo, pero los golpes solo acababan de empezar. Al tiempo, conoció a otro hombre con el que tuvo otra hija y que le abrió las puertas del infierno. Los malos tratos psicológicos y físicos fueron brutales. Ella no lo sabía, pero había atado su destino a un condenado por dos violaciones con violencia e intimidación y que había pasado 13 años en la cárcel.

Un día se armó de valor y se decidió a denunciarlo, pero, como ocurre en estas situaciones de forma habitual, se arrepintió y retiró la denuncia. Las palizas continuaron y llegó a perder al bebé que esperaba en una de esas agresiones, y todo, porque se empeñó en que el niño que esperaban era fruto de una infidelidad. Pero la gota que colmó el vaso fue un guantazo que recibió su hija mayor de 10 años por ponerse un bikini. “Le dijo que estaba provocando al vecino”, recuerda. Fue condenado, entró en prisión y no quiso que su hija le visitase, pero de haber decidido lo contrario, “la niña hubiese tenido que ir obligada”, puntualiza Ana.

Tras terminar esta tormentosa relación, comenzó otra y tuvo otra hija. Le costó volver a confiar en un hombre, pero le dio una oportunidad, y la volvieron a fallar. Las expertas en violencia de género explican que estas situaciones de encadenar relaciones de maltrato son bastantes frecuentes. Laura no es un caso aislado.

Sin embargo, esta vez, el primer empujón, que vino acompañado de dos “guantazos” y una brecha la puso en guardia. Aguantó más hasta denunciar, pero como era el primer delito de su nueva pareja y el único maltrato que podía demostrar, tan solo le condenaron a trabajos a la comunidad y a pagar 400 euros.

Laura siente que él se aprovechó de su miedo. Consiguió convencerla de que si se iba de la casa que compartían, propiedad de él, no pediría la custodia. Y accedió. Se decretaron visitas, a pesar de haber sido condenado por violencia de género. No obstante, él muchas veces no la recogía cuando le tocaba y la niña no quería pernoctar en su casa. Se redujeron los encuentros a consecuencia de la falta de responsabilidad de este individuo.

Laura teme a los encargados de velar por el bienestar de sus hijas. Se sintió también juzgada, su condición de víctima no la salvó de un escrutinio que la ha hundido poco a poco. “Se nos cuestiona, se nos analiza y a ¿él?”, se pregunta.

Además de incumplir ese régimen de visitas tan importante, según el juez, para el desarrollo de sus hijas; el padre dejó de pagar la manutención. Así lleva siete años. Ahora mismo, está en busca y captura por este motivo. Y aunque cuelgue fotos en sus redes sentado en su casa, nadie va a detenerle. Es más, ha llegado a pedir ver a su hija. “Porque lo curioso es que ahora soy yo la incumple el régimen de visitas, pero es que a él le debería buscar la Policía. El sistema no funciona”, sentencia.

El drama que viven estas dos mujeres es habitual. Las asociaciones de víctimas aseguran que hay miles en toda España en esta situación. Ambas piensan que no deja de resultar extraño que alguien a quien las instituciones consideran un peligro para ellas, a quien el sistema cree capaz de dañarlas y a quien se le prohíbe acercarse a ellas físicamente no supongan una amenaza para sus hijos. Se sienten desprotegidas y abandonadas en unos protocolos que son un “sinsentido”.