El brasileño Gabriel Mascaro se dio a conocer internacionalmente con su segundo largometraje, Neon Bull (2015), pero su nueva película es compañera de viaje de su más inmediata predecesora, Divino amor (2019), estilizada visión de un Brasil futuro fundamentado en el Evangelismo y sostenido por el vínculo irreparable entre gobierno, tecnología, sexo y religión. A juzgar tan solo por su concepto, de hecho, la ganadora del Premio Especial del Jurado en la pasada edición de la Berlinale podría clasificarse en la misma categoría que distopías de ciencia-ficción como La fuga de Logan (1976), de no ser porque la nueva película extrae dosis generosas de gozo y optimismo del sombrío retrato que hace de nuestro mañana. Tanto como una crítica al edadismo que envenena nuestro presente y una advertencia sobre adónde nos puede llevar el creciente autoritarismo, aquí Mascaro propone un placentero paseo en barco hacia lo desconocido, a bordo del que se esconde una reflexión sobre la importancia de vivir la vida sin reproches ni arrepentimientos, y sobre el peligro de un futuro que no tiene espacio para el pasado.

La protagonista de El sendero azul es Tereza (Denise Weinberg), una mujer de 77 años que trabaja en una fábrica procesadora de carne de cocodrilo. Se siente feliz viviendo sola pero, a su pesar, es ciudadana de una versión futura de Brasil en la que las personas mayores son privadas de toda autonomía física y financiera, sometidas a humillantes protocolos y recluidas en la llamada Colonia, sobre el papel el lugar idóneo para un retiro dorado pero, en realidad, un vertedero para quienes ya no son considerados una parte productiva de la fuerza laboral. Antes de ser encerrada en esa cárcel, Tereza decide cumplir su mayor deseo: hacer un viaje en avión. Sin embargo, para lograrlo tendrá que burlar la burocracia tomando un vuelo ilegal desde un rincón remoto del Amazonas, así que con ese rumbo se sube a la embarcación de Cadu (Rodrigo Santoro), un capitán misterioso junto al que, durante parte de la película, parece protagonizar una relectura lisérgica de La reina de África (1951).
Lo que viene después es una captura de Tereza y una nueva huida, pero la historia que Mascaro cuenta trata menos de la amenaza de la persecución que de los encuentros que la anciana experimenta la una sucesión de inadaptados que la van ayudando en el camino; todos tienen algo que enseñarle sobre cómo vivir y expandir su mundo, pero posiblemente ninguno de ellos tanto como Roberta (Miriam Socarras), un espíritu libre de la misma edad que Tereza, que se gana la vida vendiendo biblias digitales y que ha descubierto el secreto para evitar la Colonia.
El viaje a través de El sendero azul es breve, apenas 86 minutos, pero el aire picaresco del que Mascaro lo dota hace que la historia esté llena de situaciones sorprendentes. Entretanto, aunque siempre sensible a los placeres compositivos que la naturaleza le ofrece, el director se muestra especialmente atraído por los caminos serpenteantes del Amazonas y sus afluentes, cuyas formas sinuosas y aparentemente ilógicas funcionan como metáfora geográfica del periplo existencial de su protagonista; la vida, después de todo, no siempre consiste en seguir el camino más simple y recto.

Pero la película también está llena de otras imágenes inolvidables, algunas de ellas ancladas en el realismo mágico, como una montaña de neumáticos usados devueltos al bosque del que se extrajo el caucho que los compone, un parque de atracciones convertido en surrealista cementerio de fibra de vidrio, dos peces tropicales que se baten en un duelo mortal, y un gastrópodo alucinógeno cuya mucosidad, usada a modo de colirio, permite al usuario ver su destino.
Mientras contempla a la anciana, El sendero azul logra evitar el paternalismo en la infantilización en la que las películas protagonizadas por ancianos en busca de independencia suelen caer pese a sus buenas intenciones. De hecho, Mascaro no duda en inyectar un tierno erotismo en el redescubrimiento que Tereza experimenta de su propio cuerpo y del placer de bañarse, confirmando así la habilidad para transmitir sensualidad ya demostrada por sus películas previas. Esta es, con diferencia, la más humana de todas ellas, la más firme en su reivindicación de las luchas del individuo por autorrealizarse al margen de las imposiciones de la sociedad. A través de su resiliente heroína, el director insiste en que nuestro bienestar no solo no está ligado está ligado a nociones de utilidad y productividad sino que ambas cosas son antitéticas, y que para descubrir qué deseamos de la vida es importante despojarse de las ataduras impuestas por el capitalismo. Nunca es demasiado tarde, ni tampoco demasiado pronto, para tenerlo en cuenta.

