El escenario de la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán no representa solo un barrio de Madrid, ni la habitación de un adolescente con ínfulas de guionista. Lo que Roberto Martín Maiztegui pone en pie en Los brutos es un mapa emocional: la tensión entre origen y destino, entre lo que fuimos y lo que imaginamos ser. Y lo hace con una honradez narrativa que desarma, con humor y ternura, sin caer en la condescendencia ni el melodrama. Esta es una obra sobre la escritura, pero sobre todo sobre el precio de escribir.
El protagonista, Nito, es un joven del extrarradio que entra en la escuela de cine. Podría parecer el clásico ascenso meritocrático, el relato de quien rompe el molde y accede al “mundo artístico” gracias a su talento. Pero Los brutos huye de la épica del self-made-man. No hay gloria limpia en ese viaje. Cada paso hacia el mundo del cine implica dejar algo atrás: su mejor amigo, su familia, su primera novia. No como elección calculada, sino como una deriva inevitable. “Ejercer la imaginación puede resultar un acto violento”, escribe y repite el propio Maiztegui, y la escena lo demuestra con crudeza.

Hay algo profundamente verdadero en este planteamiento. Muchos relatos de superación omiten la culpa, el desarraigo, la impostura. Los brutos los pone en el centro. Porque esta no es solo una historia sobre conseguir lo que se sueña, sino sobre traicionar lo que se es. “Igual que los montadores trabajan con los ‘brutos’ para obtener el corte final, nosotros también acabamos traicionando aquello que ya no nos vale”, escribe el autor. Esa metáfora —brillante, brutal— es el corazón de la obra.
En escena, pocos actores interpretan muchos papeles: una batería de ficciones, de realidades paralelas, que orbitan en torno a Nito y a su guion inacabado. Porque el presente de la obra es ese momento en que, ya adulto, el protagonista encuentra su primer guion —escrito de niño, en el barrio— y se da cuenta de que eso, y no las series de éxito que ha firmado, es lo más auténtico que ha hecho nunca. El retorno a la infancia no es nostalgia, es ajuste de cuentas.
La puesta en escena es ágil, fragmentaria, pero nunca confusa. Hay humor, incluso cuando duele. Hay ternura, incluso cuando se retrata la ruina. Hay verdad, aunque sea contradictoria. Esa combinación de múltiples planos de realidad —el barrio, el cine, los recuerdos, los sueños— funciona porque Maiztegui no se enamora de sus propios juegos formales: todo está al servicio de una emoción.

Y esa emoción tiene nombre: memoria. “La escritura es lo que provoca la pérdida, pero también lo único que puede mantenerlo vivo”, escribe el autor. Los brutos es, en ese sentido, una obra sobre el duelo. No solo por lo perdido, sino por lo imposible. Porque no se puede ser hijo del barrio y estrella del cine sin quebrarse por dentro. Porque no se puede volver sin que algo duela. Porque la imaginación —la verdadera, no la publicitaria— es una forma de violencia: contra el mundo, contra los otros, contra uno mismo.
Maiztegui, guionista antes que dramaturgo, debuta como director con una obra que no parece una ópera prima. Tiene oficio, ritmo, dirección de actores y una estructura narrativa que no busca epatar, sino conmover desde lo veraz. Y, sobre todo, tiene algo que falta en muchas propuestas contemporáneas: la conciencia de clase, entendida no como discurso, sino como materia dramática. “La obra vincula la imaginación con la clase social”, dice el autor. Y acierta. No todos soñamos desde el mismo lugar. No todos tenemos las mismas herramientas para imaginar otra vida. Antes de cruzar el umbral de la ambición, hay que vencer una barrera más sutil pero más cruel: la de creerse digno de soñar.
Los brutos no embellece el viaje del protagonista, ni edulcora su destino. Lo muestra, lo narra, lo disecciona. Y al hacerlo, revela una verdad incómoda pero necesaria: que para llegar a donde creemos que queremos ir, muchas veces hay que romper lo que somos. A veces, incluso, olvidar a Isra.
Y luego escribirlo. Para que no se pierda del todo.