Parafraseando al bardo en el titular, se cumple un año de la ¿promulgación? de la llamada Ley Orgánica 1/2024 de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, aunque yo prefiero llamarla como los de Tudela: “otra pichorradica pal pañuelo”.
Ya sé que este tema envolvió el bocadillo hace mucho tiempo, como gustan decir los periodistas. Pero, además de ¿celebrar? su primer aniversario en la maxicosi del BOE, chiquitina, la abyección que supuso todo el entramado del diseño de esta ley hasta llegar a su votación me volvió a venir a la cabeza escuchando un episodio de Las noches de Ortega en la cadena SER, el despiporrante y auto manufacturado programa, real y falso al mismo tiempo, de Juan Carlos Ortega, seguramente el mayor genio del humor que existe en nuestro país en este momento. Durante el capítulo en cuestión, los oyentes llaman – en realidad todos son el propio Ortega– para celebrar con alborozo la firma de la ley de amnistía, comparando a Pedro Sánchez con Oskar Schindler, el célebre amnistiador de judíos. En el momento más descacharrante de todo el show, una oyente de 124 años le pide a Ortega el favor de reproducir las declaraciones de Félix Bolaños, aquellas en las que decía “gracias a todas esas personas que nos dicen que apostemos por la convivencia (…) Y por eso quiero concluir felicitándome”, acompañadas de la genial partitura que compuso el John Williams más contenido para la obra maestra de Steven Spielberg, La lista de Schindler (1993). De la carcajada inicial por el hallazgo, pasas enseguida a la mueca grotesca de estupefacción. Nada hay más potente y clarificador que el humor, especialmente el que practica Ortega, para quitar las máscaras del (supuesto) héroe y presentarle como lo que verdaderamente es: un osado superviviente que, esta vez, no sabe en qué cueva se ha metido. O sí, que es peor.
Amarcord! Y una reflexión telúrica, no política.
Durante mis prácticas de verano universitarias en una radio de mi ciudad natal, a mí, un maketo a la inversa, Euskadi-Castilla- Euskadi, me vino el primer día el muy casero jefe de local a decir que, “por si acaso”, al redactar cualquier crónica, en lugar de España, dijera “el estado” -más bien dijo “el estau”, en argot denominación de origen Rioja Alavesa-. La emisora en cuestión era -y es- once veces menos nacionalista que cualquier otra, pero, chico, “por si acaso”. He tardado bastantes, muchos años, en darme cuenta de que esa frase resumía todo un siglo de sociedad vasca.
¿Y por qué te cuento yo todo esto?
En realidad, por nada: ni soy analista político, ni un tertuliano de San Sebastián de los Reyes o de la Gran Vía, ni un spin doctor con piso en Chamberí, ni te voy a dar un nuevo prisma sobre el que analizar la “España plurinacional” (primer oxímoron de hoy). Estoy fuera de todo esto, no soy nadie. No tengo ni idea, ni me llegan chivatazos, ni estoy en grupo de WhatsApp de ningún dircom (creo), ni de un político (eso seguro), ni nada parecido.
Pero ¿sabes qué? Yo estuve allí. Y ellos, la gran mayoría, no.
Yo crecí en los años de plomo. En Euskadi. Y me los comí con tornillos y olla exprés.
Por lo tanto, todo lo que te cuento es desde la piel sin ideología, pues esto la trasciende, desde el punto de vista de quien ha vivido los dos perfiles de esa cara. Y esa perspectiva cenital ayuda mucho. Por ejemplo, a saber que ‘eso’ nunca cambiará. ‘Eso’, es el odio. Pegado al verde vasco afirmo que existió y aún existe un insondable odio a España y todo lo que representa. Y no es un odio sofisticado, complejo, si es que este existiera. Es atávico, irracional, de vieja del visillo con conciencia de clase pobretona: qué gran paradoja en la región, con diferencia, más rica y próspera de este país. Y qué pena. Por mucho que quieran “normalizar”. No es normal. Nada es normal. Pero solo caes en la cuenta cuando ¡ay!, te desplazas y te elevas. Salí del País Vasco a los 18 y, por la inercia de la vida, no he vuelto a vivir en mi tierra. Pero mi cordón umbilical es tan fuerte que nunca me he ido, ni en parte, ni en fondo. Y he sufrido en carne propia todo el ecosistema nacionalista, ese moho abertzale que todo lo permea y pudre, desde la parroquia, a la familia, al colegio, pasando por algo tan inocente como un grupo Scout o un bar con huchas nada inocentes. Todo. Decenas, centenares, miles de millones para apuntalar la sociedad de arriba a abajo: el apoyo subtextual por parte del aparataje (gobierno, actores sociales, una parte de la iglesia) a ETA, a su “lucha armada”; “ellos sacuden el árbol, nosotros recogemos las nueces”, y, por supuesto, a los “presos políticos” (cínico eufemismo para referirse a asesinos). Y no digo que desde otros lugares, con Madrid a la cabeza, no hayáis sufrido las ensaladas de bombas lapa y demás, pero si mirabas alrededor, sentías empatía y calidez. En Euskadi, no.
No voy a enumerar lo que tanto tiempo me ha costado descodificar. Tengo la enorme suerte de haber nacido vasco, somos la óspera, pero tengo también la desgracia de haber crecido, sin posibilidad de contraste, en los años más duros del terrorismo, esos en los que ellos hacían y deshacían a sus anchas, con una hipocresía institucional tan a flor de piel que, cuarenta años después, ni Pedro Sánchez ni toda su caterva son capaces de igualar. Hablo del PNV, el partido todopoderoso. Pero miro sobre todo a la sociedad en la que yo viví mi niñez y primera juventud. Eso sí que era perfilarse. Y no en abstracto.
Mi padre, que era muy bueno y vasco hasta alicatar un batzoki, les llamaba “los iluminados”. Don Miguel de Unamuno, por cierto, otro gran cancelado por el nacionalismo y probablemente el más importante de los intelectuales que ha dado mi tierra, afirmaba que “el nacionalismo se cura viajando”. Cuánta razón, profesor. Hablando de líderes intelectuales, el nacionalismo moderado (segundo y mayor oxímoron de hoy), aquel al que en el País Vasco hoy votan incluso los que no son nacionalistas, “la gente de bien” como dice el señor de Orense -y cuyo partido es tan representativo en Euskadi como el PACMA-, tiene su totémico referente intelectual en el aita Sabino Arana, un racista cuyo proselitismo xenófobo cimenta la aversión reaccionaria que les fluye por las venas:
“La fisionomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia”
Nada que añadir, señoría. Si ese es el mesías de los “nacionalistas moderados”, imaginaos a los demás.
He dicho más arriba que esto no es un artículo político. Pero no es verdad. Lo es. Porque todo en la vida es política.
Diré para terminar, con dolor y sin matices, que darles cualquier cosa a “estos”, como muchas veces nos denominan al resto de españoles, es entrar en una espiral ciega, glotona, ahíta de gula, como irse a comprar gominolas a Cobo Calleja.
Sé que la ley se refiere a la “normalización” de Cataluña y que yo estoy hablando de Euskadi pero, como diría la célebre intelectual de la evasión rosa, “quien nace cochino muere lechón”. Y esto vale para todos. Aunque odien a España.
Así es ahora y así será siempre. Qué pena, nire lurra.