Opinión

El bizcocho y los machotes de Europa

El Parlamento Europeo
Ángeles Caso
Actualizado: h
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Con el disgusto que me pillé el domingo por la noche ante el preocupante ascenso de la extrema derecha en varios países europeos muy significativos —y a la espera de que los análisis nos aclaren las diferencias entre el voto de los hombres y el de las mujeres, dato que sin duda será muy interesante—, me dio por hacer un bizcocho. A las 12 de la noche, estaba yo batiendo huevos y encendiendo el horno. Algo parecido a lo que nos ocurrió durante el confinamiento, como si el sabor de los pasteles pudiera endulzarnos un poco el susto.

Mientras medía y pesaba y agitaba las varillas, empecé a acordarme de mi madre, que acaba de fallecer, de su receta para este brioche y de su mucha sabiduría culinaria. No es que yo sea a ese respecto una gran heredera, porque la cocina me resulta una ocupación demasiado estresante, y aunque lo intento —juro que lo intento—, suelo despistarme con cualquier otra cosa y a menudo termino por salir de la cocina durante un largo rato sin recordar que he dejado el fuego al máximo.

Quizá debería pedir perdón a mis antepasadas por mi falta de talento y de concentración en esa tarea que para la mayor parte de ellas fue durante toda su vida una de sus obligaciones más importantes. Todos sabemos que ocuparse de conseguir los alimentos y prepararlos de la mejor manera posible —la más rica, la más digerible y a menudo también, intuitivamente, la más sana— ha sido siempre responsabilidad de las mujeres.

Somos nosotras las que nos hemos ocupado durante milenios de alimentar a las familias, buscando los productos cercanos y asequibles, experimentando una y otra vez con ingredientes, mezclas, adobos y distintas formas de cocinar hasta dar con la manera más apropiada y sabrosa de preparar cada uno de ellos, y transmitiendo luego esos conocimientos a lo largo de muchas generaciones de hijas y nietas y bisnietas, hasta crear eso que ahora entendemos como una de las formas de cultura más vivas y ricas de la humanidad.

En el momento de embadurnar el molde con la mantequilla, me asaltó la visión desoladora de esos machos alfa de extrema derecha campeando a sus anchas por el Parlamento Europeo, que me llevó a la idea siguiente: ¿cómo es posible que, si la cocina ha sido siempre una actividad femenina, apenas haya mujeres entre los grandes chefs? Cuando el bizcocho estuvo ya a buen recaudo en el horno —no quería volver a caer en uno de mis despistes fatales—, me apresuré a mirar en internet los datos más recientes sobre los últimos premios culinarios de prestigio: las famosísimas estrellas Michelin han reconocido este año el trabajo realizado en 272 restaurantes de todo el país. Solo 29 de ellos tienen una cocinera al frente, en muchos casos formando pareja con un hombre, y solo una ha logrado las tres estrellas, Elena Arzak, que dirige su negocio junto a su padre. Un pequeñísimo porcentaje femenino del 10,7% respecto al total.

Dada nuestra historia, que una mujer esté al cargo de un restaurante y lo haga extraordinariamente bien debería ser algo común. Si no lo es, no se debe a nuestra falta de talento, conocimientos y costumbre, sino, simplemente, a que los hombres se han reservado siempre para sí mismos todos los espacios en los que ha habido dinero, prestigio y poder: la alta cocina es un perfecto ejemplo del funcionamiento habitual del patriarcado y de lo excluyentes que son sus normas (no necesariamente escritas).

Mientras probaba el bizcocho a las tantas de la madrugada, volví a pensar en las elecciones europeas y en el alza de la extrema derecha, y en todos esos hombres que querrán seguir negándonos el sitio que merecemos en las cocinas exquisitas y famosas, pero nos lo exigirán en cambio en pequeños negocios con sueldos escasos y, por supuesto, en nuestras casas, al frente de nuestras familias, porque ese es nuestro espacio de toda la vida. No tengo ninguna duda de que, entre todas las razones que explican este auge inaudito de los neofascismos populistas, la rabia por los logros del feminismo es una de las más relevantes: infinidad de hombres de mentes absurdas piensan que si nosotras avanzamos, ellos se hunden, y no están dispuestos a permitirlo.

Puse el bizcocho a buen recaudo de mis propias fauces ansiosas y, antes de ir a dormir —mal—, maldije a todos esos machotes que van a intentar fastidiarnos la vida a todas y recé a todas mis antepasadas pidiéndoles que nos ayuden a mantenerlos a raya. Lo cierto es que creí oír un coro de suspiros, ay, pero una voz profunda dentro de mí clamó por encima de ese rumor agorero: no lo vamos a permitir.

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