Opinión

La llama infinita de Leonard Cohen

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En 2016 murieron dos de mis cantantes favoritos: el 10 de enero, David Bowie; el 7 de noviembre, Leonard Cohen. Tuve la fortuna de asistir al último concierto del bardo canadiense en Madrid. Fue el 5 de octubre de 2012. El tío, que entonces tenía setenta y ocho tacos de calendario, firmó un recital espectacular. Se tiró más de tres horas en el escenario interpretando joyas como “Dance Me to the End of Love”, “So Long, Marianne”, “First We Take Manhattan” o “I Tried to Leave You” y recuperó una pieza maravillosa, “The Guests”, que no había tocado desde 1985. Un lagrimeo sereno e inevitable me sobrevino cuando dijo: “No sé cuándo nos volveremos a ver, pero les aseguro que esta noche les daremos todo lo que tenemos”. No pudo cumplir mejor su palabra.

El recuerdo de aquella epifanía lírica y musical emergió hace cosa de una semana, cuando me informaron de que Salamandra recupera La llama, el poemario póstumo de Cohen, cuya primera edición vio la luz en 2018. En la nota de prensa, la editorial no aclara el porqué del relanzamiento. Lo hace y ya está. Punto. Está muy bien que así sea.

Sobre todo, y disculpen el egoísmo, porque he regresado a sus trescientas cuarenta y pico páginas de poemas, letras de canciones –las de sus tres últimos discos, sin contar el póstumo Thanks for the Dance, y las de Blue Alert, compuestas para Anjani Thomas–, garabatos y dibujos, y he pasado un tiempo delicioso con y en ellas. La llama es la antítesis de los diarios de sesiones parlamentarias: un oasis de belleza, inteligencia, elegancia y humor; el testamento espléndido, sombrío y lúcido de un caballero que, como cuenta su hijo Adam en el prólogo, “antes que nada, era un poeta”: “Y, como hizo constar en los cuadernos que aparecen en este libro, consideraba su vocación como el “mandato de D–s de entrar en la oscuridad” –los guiones indican la veneración de Leonard Cohen a Dios, una reticencia que se pierde en la noche hebrea de los tiempos y que, de nuevo, según su hijo, “evidencia de la fidelidad que mi padre alternaba con su libertad”.

La llama es una casa que, pese a tener todas las ventanas abiertas, está casi a oscuras. Sabe Cohen que no tiene tiempo para cambiar. Ni él ni nadie: (Es) “Demasiado tarde para que los hombres / se avergüencen / de lo que hacen / con las llamas desnudas”. Escribe desde la frustración, queriendo y no pudiendo devolver el golpe, mientras “el viento sopla en otra dirección / y nadie te oye / y la muerte está en todas partes / y vas a morir de todos modos (…) Y todas tus estúpidas obras benéficas / han armado a los pobres contra ti / y no eres quien querías ser”. Hasta que su guitarra se pone en pie: “Hoy se ha puesto de pie mi guitarra / y ha saltado a mis brazos para tocar / una canción española para que orgullosos bailaores / zapateen y grite / contra el destino que nos doblega / bajo la sangrienta corona de espinas / de la enfermedad, la edad y los delirios / paranoicos que yo, por mi parte, no puedo evitar”.

La llama también recoge el hermosísimo discurso que pronunció Cohen el 21 de octubre de 2011, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. En su parlamento, el cantautor reivindicó a su venerado Federico García Lorca, quien le dio permiso para “encontrar una voz” y “localizar un yo”, y, modesto, declaró que “la poesía viene de un lugar que nadie domina y nadie puede conquistar”: “De modo que me siento como una especie de charlatán al aceptar un premio por una actividad que no controlo. En otras palabras, si supiera de dónde vienen las buenas canciones, acudiría a ese lugar más a menudo”.

En realidad, sí que sabía dónde se encontraba ese lugar. A sus magníficos discos y libros remito.