Opinión

¿Quién mató a Laura Palmer?

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Se fue David Lynch, se fue para quedarse. Morir es vivir en la memoria de los otros. Me gustaba en las fotos su pelo blanco, revuelto y esculpido a un tiempo, con ese aire rebelde que también tenía James Dean. Las imágenes de su cine inquietante se trenzan con mi biografía. Me da la sensación de que pasé de Dragones y Mazmorras a Twin Peaks. La televisión no había explorado todavía territorios como aquellos. ¿Recuerdan aquel plano desasosegante? Laura Palmer envuelta en un plástico, su melena rubia, casi pelirroja, un cadáver hermoso y desolador. ¿Quién mató a Laura Palmer? La pregunta se convirtió en un clásico, en un viaje hipnótico hacia un pueblo donde cada rostro guardaba un secreto y donde el mal y lo onírico se filtraba en las grietas de lo cotidiano. Nunca olvidé la música inquietante y aquel cartel de bienvenida al pueblo. Lynch creó no solo un thriller, sino un laberinto emocional del que nunca terminamos de salir del todo. Fue en esta serie donde volví a ver a su actor fetiche de nombre impronunciable, Kyle MacLachlan, me encantaba, que había descubierto en la extraña y bella Dune y en el clásico que inquietó a mi generación: Terciopelo azul, con aquella oreja de pesadilla cortada en el jardín.

Muchos años más tarde me he encontrado con Lynch en un libro muy curioso que se lo recomiendo para conocer mejor al artista que fue y para ser más creativos: Atrapa al pez dorado. Las ideas son como peces, decía Lynch. Tener una buena idea es atrapar ese pez dorado. Y ese pez, como los peces más gordos, es decir, las mejores ideas, no viven en la superficie, si no a gran profundidad, y a ella llegaba Lynch con la caña de pescar de la meditación trascendental que descubrió un día y practicó durante muchos años hasta el punto de que hay una Fundación dedicada a ello que lleva su nombre. Un creador necesita estar bien para fluir, afirmaba, depresivo o triste no se escribe nada. Leerle me consuela, cuando estoy pasando un mal momento no soy capaz de escribir ni una línea buena, a veces ni siquiera la tecleo. Fue aquí donde me enteré de que él era pintor, a través de esta disciplina llegó al cine. Un día, mientras estaba pintando un cuadro de un jardín por la noche, pensó que el cine podía servir para dar movimiento a la pintura, esculpió una pantalla gigante y proyectó una película de animación, Six men gettig sick, le costó una fortuna, cuenta, doscientos dólares. Pensó que ese sería todo el cine que iba a hacer en su vida. Menos mal que se equivocó. Y que dejó Filadelfia y se enamoró de la luz de Los Ángeles. A lo mejor, los que la hemos visitado una vez solo vimos las serpientes de tráfico, los estudios de cine o el observatorio Griffit donde de nuevo James Dean tiene aquella pelea a navaja bajo los atentos ojos de Natalie Wood en Rebelde sin causa; pero Lynch decía que la luz de L.A inspira y vigoriza y que le hacía sentir que todo es posible. Parece bueno vivir en un lugar con una luz así, no vas a sentirte como Superman, pero te sube el ánimo y además huele a jazmín por la noche, añade. Si algún día regreso a L.A no la voy a percibir igual.

La manera de narrar de Lynch no buscaba darnos respuestas; al contrario, nos hacía preguntas que nunca terminábamos de contestarnos. Pero él lo tenía muy claro. AL final de su libro da unos consejos para los creativos: se fiel a ti mismo, que resuene tú voz sin que nadie la manipule. Medita, crece en felicidad y en intuición. Muchos crecimos con su cine. Le llevamos dentro y, aunque es su voz, le hicimos también nuestro.

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