Opinión

¿Soy una mala mujer?

Una mujer con la cara pintada participa en una manifestación en conmemoración del Día Internacional de la Mujer María Morales
Actualizado: h
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Soy una chica de 25 años, madrileña, la mayor de cuatro hermanos, y me apasionan la moda, la filosofía, la música y las buenas conversaciones con amigos. Soy manager en una multinacional, estoy independizada y tengo la suerte de viajar mucho. Soy feliz, y nunca había tenido una crisis existencial, hasta ahora. Últimamente resuena una pregunta en mi cabeza, y no consigo quitármela de encima: ¿soy una mala mujer?

Siempre he creído en la importancia de luchar por los derechos de las mujeres, por avanzar en conseguir la igualdad y apoyarnos para impulsarnos hacia delante, juntas. Y, aun así, cada vez que escucho la palabra “feminismo” – palabra que en teoría aglutina estas ideas – no puedo evitar sentirme tremendamente alejada de las conversaciones que suscita, de los valores que promueve, y las acciones que practica.

La primera razón por la que no me siento identificada con el feminismo actual es porque no creo que luche por que todas las mujeres podamos ser lo que queramos, o que podamos serlo con orgullo. Me explico: si partimos de la premisa que, en una sociedad como la nuestra, las mujeres ya no estamos “condenadas” a ser madres y amas de casa exclusivamente, ¿por qué parece que son menos mujeres, o malas mujeres, aquellas que sueñan con serlo? Mi madre, como muchas otras, ha hecho de sus hijos su proyecto de vida; por convicción y porque le hace feliz. Nos ha dedicado todo su tiempo para que pudiésemos ser lo quisiéramos. Y así ha sido: mis hermanas, mi hermano y yo hemos crecido con ganas de comernos el mundo y sin miedo a no poder hacerlo. Y, aun así, mi madre reconoce que ante lo que cree que se espera hoy en día de las mujeres, ella se avergüenza de su falta de “logros”.

Es importante aclarar que este no es un ejemplo aislado, ni necesariamente anclado a una generación anterior a la mía. Conozco a chicas de mi edad que tienen la intención de, llegado el momento, centrarse en sus familias, renunciando incluso a su desarrollo profesional si estiman oportuno. ¿Qué tienen en común estas mujeres? Que muchas veces parece que deben defenderse – y he aquí lo especialmente escandaloso – ante otras mujeres, aclarando que “no, no es porque me haya criado en tal entorno o con tales valores”, “no, no es porque me lo pida mi novio o mi marido” o “lo hago porque quiero”. Y he de reconocer que yo he sido la primera que a veces he cuestionado las decisiones de mujeres de mi edad y de mi ambiente cuando han compartido ideas como esta.

¿Qué clase de movimiento promueve el reproche entre mujeres y exige explicaciones por vivir la vida como cada una estima oportuna? Creo que el problema reside en un error de concepto, combinado con una miopía aguda y pocas ganas de cuestionarse el porqué de las cosas: El rechazo de la función tradicional de la mujer como madre y ama de casa nunca vino por la naturaleza de la actividad en sí, sino porque, hasta hace poco, las mujeres no tenían ni elección ni otras opciones, siendo además económicamente dependientes.

Pero ahora las cosas han cambiado. Y si la mujer actual, conociendo su valía y sus opciones, y ejerciendo su plena libertad, decide renunciar parcial o totalmente a su independencia económica para ser madre, mujer o ama de casa, ¿no merece ella también tener visibilidad como mujer feminista y empoderada que está viviendo la vida en la que cree?

La segunda razón por la que cuestiono el feminismo de hoy en día es por las medidas que ha elegido para “ayudarnos” en el entorno laboral. El debate sobre las políticas de cuotas no es nuevo, así que no me explayaré en exceso, pero quiero aportar mi opinión sobre cómo estas políticas, aunque beneficiosas inicialmente, acaban perjudicándonos en el largo plazo. Y es que, si de algo peca nuestro sistema legislativo, es de ser cortoplacista hasta el extremo. Nuestros partidos políticos, y no voy a cuestionar sus intenciones, actúan siempre mediante medidas con impactos inmediatos, apreciables en el término de la legislatura, muchas veces en detrimento de otras medidas más “lentas”, aunque estas puedan ser mejores a la larga. Es por eso que creo que nuestro deber como mujeres es cuestionar la eficacia de todas las medidas que nos venden como “feministas”, y valorar si verdaderamente contribuirán a crear una igualdad duradera.

Está claro que las cuotas tienen méritos obvios: aceleran la integración y ayudan a normalizar la presencia femenina en ciertos sectores de forma casi inmediata. Sin embargo, no podemos ignorar los costes más profundos y duraderos. Los hombres que se sienten desplazados por estas políticas pueden desarrollar resentimiento, y se crea una predisposición tanto en empleadores como compañeros a asumir que las mujeres no tienen por qué ser necesariamente brillantes o buenas para un puesto. Los comentarios que se escuchan en los entornos laborales lo dicen todo, y es que las siguientes frases las he escuchado de hombre jóvenes, esos hombres que tienen por delante toda su trayectoria profesional, y con los que tendremos que convivir las mujeres durante las próximas décadas: “era una candidata flojilla, pero como es mujer, que pase de ronda”, o “la han ascendido por ser mujer”.

Mientras el feminismo moderno continúe apoyándose en políticas “parche” sin abordar, a la vez, los problemas subyacentes (a lo mejor hay sectores en los que las mujeres no quieren entrar, o sectores en los que necesitamos actuar a nivel educativo), nos enfrentamos al riesgo de perpetuar una imagen de la mujer que necesita ayuda constante en lugar de una que verdaderamente compite en igualdad de condiciones.

Finalmente, no entiendo el afán en enfrentarnos con los hombres en todo. Si el objetivo es lograr la igualdad, ¿no sería más inteligente acercarnos, entendernos y aceptarnos, no solo en lo que nos hace iguales, pero especialmente en lo que nos hace diferentes? Los hombres deben jugar un papel fundamental en el camino hacia la igualdad y, sin embargo, muchos discursos feministas actuales se estructuran en torno a un “nosotras” contra “ellos”. El impacto de esta narrativa no solo se ha materializado en medidas objetivamente discriminatorias, como la eliminación de la presunción de inocencia. Probablemente mucho más dañinas son las ideas que se van sembrando poco a poco en la cabeza de muchas mujeres, especialmente las más jóvenes, como que tenemos que reaccionar mal ante gestos de galantería, porque muestran que el hombre nos ve débiles; el empeño absurdo en cambiar “os” por “as” hasta perder todo sentido gramatical, o que todos los hombres son depredadores en potencia (como demostró Manuela Carmena al decir que la violencia era parte del ADN del hombre).

¿De verdad somos incapaces de ver que en el camino hacia “la igualdad” nos estamos enemistando de manera irreconciliable? Y, una vez más, si nos cuestionamos la eficacia de estas estrategias, el hecho de que toda reclamación en lo referente a la mujer se exprese en términos relativos al hombre no nos hace ningún favor. Y si no, que se lo digan a Irene montero, que dio la siguiente respuesta hace unas semanas cuando le propusieron el reto de elaborar una definición de “mujer” para la RAE: “ser mujer implica tener una posición en la sociedad de desigualdad frente a los hombres”

¿Es este el símbolo de “empoderamiento” que querríamos perpetuar en nuestro diccionario?

Por concluir contestando a mi pregunta inicial, no creo ser mala mujer por querer visibilizar de la misma manera a todas las mujeres, independientemente de sus aspiraciones. Tampoco me considero una mala mujer por estar dispuesta a sacrificar mi “beneficio” en el corto plazo por lograr la verdadera igualdad, aunque sea un camino más largo; o por querer luchar por mis derechos sin convertir el proceso en una guerra entre sexos. ¿Podría ser mejor mujer? Desde luego que sí, y es por eso que comparto hoy esta reflexión, porque quejarse del status quo no sirve de nada si no estás dispuesta a cuestionarlo.

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