Siete mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en 15 días. No hay tregua. No es el único dato descorazonador. España ha superado este diciembre una cifra tan brutal como silenciosa: al menos 500 niñas y niños han quedado huérfanos por violencia de género desde 2013, según datos del Ministerio de Igualdad difundidos esta semana. Detrás de cada feminicidio hay una mujer asesinada, pero también —y a menudo olvidados— hijos que pierden a su madre y, en muchos casos, también a su padre, que termina en prisión o se suicida tras el crimen. Son víctimas directas de la violencia machista, pero no siempre reciben una respuesta a la altura del trauma que arrastran.

La estadística, fría, no logra captar la dimensión real del daño. Por eso, especialistas y profesionales que trabajan con estos menores llevan años alertando de lo mismo: el sistema llega tarde, llega fragmentado y, a veces, ni siquiera llega. Como explica Joaquín García-Cazorla, hijo de la primera fiscal de sala de violencia contra la mujer —en cuyo recuerdo se crearon las becas para huérfanos Soledad Cazorla— y uno de los promotores del fondo, los huérfanos de la violencia machista son “los grandes olvidados”, no porque no existan recursos, sino porque el acceso es desigual, complejo y depende en exceso del azar: del territorio, de la agilidad administrativa o de si la familia extensa puede asumir la carga emocional y económica que supone criar a un niño o niña devastada por un crimen.
Una orfandad que el sistema no sabe acompañar
Tras un asesinato machista, comienza un proceso que debería ser inmediato: atención psicológica especializada, apoyo social, tramitación de ayudas económicas, acompañamiento educativo y un plan de cuidados a largo plazo. Pero los testimonios recopilados por García-Cazorla muestran que esa hoja de ruta, en la práctica, tiene demasiados agujeros.
Muchos menores de edad pasan de un día para otro a vivir con abuelas, tías o familiares que también están en shock. “Llegan sin pautas, sin instrucciones y sin red”, le explicaban técnicos de servicios sociales. Sufren terrores nocturnos, regresiones, mutismo, culpa o miedo persistente. Y quienes los reciben —personas que también acaban de perder a una hija, una hermana, una sobrina— no siempre cuentan con recursos para sostenerlos.
A pesar de que la ley reconoce a estos niños como víctimas directas, la atención psicológica especializada tarda en arrancar y no es homogénea entre comunidades. Hay territorios donde los equipos de intervención llegan en días; otros, en semanas. En algunos casos no existe un profesional con formación específica en duelo traumático infantil. Y muchos menores pasan por distintos psicólogos, lo que dificulta la continuidad terapéutica.

Ayudas que no compensan y que a veces ni se activan
Las ayudas económicas previstas para estos menores —pensiones orfandad ampliadas o indemnizaciones— tampoco funcionan siempre como deberían. En muchos casos, las familias denuncian un proceso laberíntico: documentación duplicada, meses de espera o falta de información clara. “Tienes que demostrar que estás hundida para que te ayuden”, contaba una abuela entrevistada en el reportaje.
Además, cuando el feminicida se suicida tras cometer el crimen, algunas ayudas quedan en limbo porque no se celebra juicio que certifique oficialmente la violencia de género. Aunque esta situación está mejorando, sigue generando retrasos que impactan directamente en la vida material de los menores.
El colegio: otro frente sin herramientas
La escuela, que debería ser un espacio de contención, tampoco siempre está preparada. Equipos directivos que no saben qué decir al resto de la clase, docentes que temen “nombrar lo ocurrido”, niños que vuelven al aula sin que nadie haya articulado un protocolo claro. La falta de formación específica provoca que, a menudo, el peso recaiga sobre orientadores saturados o sobre profesionales externos que llegan demasiado tarde.
El duelo más difícil
Los efectos psicológicos son profundos y duraderos. Algunos menores desarrollan estrés postraumático; otros, dificultades de regulación emocional, ansiedad o problemas de conducta. Hay adolescentes que, años después, siguen sin poder verbalizar lo que ocurrió.
El sistema, tal como coincide la mayoría de profesionales consultados, no está diseñado para abordar traumas tan complejos ni para sostenerlos en el tiempo. Las intervenciones se concentran en los primeros meses, pero no existe un plan de seguimiento estable durante la infancia y la adolescencia, etapas donde el impacto suele reaparecer con fuerza.
La cifra que debería cambiarlo todo
Que España alcance los 500 menores huérfanos por violencia machista no es solo un dato: es la certificación de un fracaso colectivo. Cada número es un niño que vio su vida quebrarse en un instante y que necesita mucho más que un expediente administrativo o una ayuda puntual. Necesita estabilidad, cuidado, profesionales y un sistema que entienda que su duelo no termina cuando se cierra un caso judicial.
Mientras no se diseñe una atención integral, homogénea y especializada en todo el país, estos menores seguirán siendo eso que denuncia García-Cazorla: víctimas invisibles de un crimen visible, supervivientes de una violencia que no termina con el asesinato.
Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.


