La violencia que no se ve

Cuando asesinan a tu madre: “Ese día también morí yo”

Este 25N, en Artículo14 queremos dar voz a los huérfanos de la violencia de género y todo lo que ocurre tras un asesinato machista: las hijas e hijos que sobreviven, el infierno administrativo, institucional, emocional y económico

Raquel Lorente, con su madre, Raquel
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Siempre hablamos del crimen. Del número. De la estadística. Nos quedamos en el instante del disparo, la cuchillada, el golpe, en el titular urgente, en la cifra que cada año suma mujeres asesinadas. Pero casi nunca miramos lo que ocurre después: la vida que queda en pie, las hijas e hijos que sobreviven, el infierno administrativo, institucional, emocional y económico que nadie cuenta.

Detrás de cada asesinato por violencia de género hay una historia que se rompe en silencio. La de Raquel Lorente —como la de tantas otras— empieza justo cuando dejamos de mirar. Ahí comienza realmente otro tipo de violencia. Ese es el verdadero agujero negro de los asesinatos machistas en España: todo lo que ocurre cuando la vida de una mujer se apaga y el país cambia de canal.

Yo ya sabía que mi madre estaba muerta

El 30 de agosto de 2023, mientras trabajaba, Raquel recibió una llamada de su hermano, quien presenció los instantes previos al crimen y a quien el propio agresor encañonó antes de meter a su madre por la fuerza en una cochera. No hubo gritos. Ni detalles. Solo una frase: “Ven. Pasa algo con mamá”. Soltó todo y salió corriendo. “Yo ya sabía que mi madre estaba muerta”, recuerda. “Lo supe antes incluso de llegar”.

Raquel llegó a la urbanización donde ocurrió todo, poco antes del mediodía. Había un cordón policial bloqueando la entrada, agentes con chalecos antibalas, vehículos alineados como si contuvieran una amenaza mayor. Pero nadie actuaba. Nadie entraba. Las sirenas se mezclaban con un silencio denso, asfixiante. “Les decía: si a mi madre le queda un hilo de vida, ¿no vais a entrar?”, recuerda. La respuesta fue una losa: “No podemos. Es protocolo”.

Durante más de seis horas, Raquel y su familia esperaron bajo el sol, frente a la cochera donde yacía su madre. “Pasamos seis horas esperando a que entraran sabiendo todos que ella estaba ahí tirada”. Ahí comenzó otra violencia, la que no hace ruido.

Raquel Lorente, asesinada por su marido en agosto de 2023, con su nieta, a la que adoraba
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El despliegue creció como si se tratara de una operación de alto riesgo. “Yo veía helicópteros, drones y furgones y pensaba: ¿qué hay dentro, una mafia rusa? Era un hombre de 70 años”, apunta. A su alrededor, policías, negociadores, drones sobrevolando la casa. Dentro, nadie. “La operación fue patética. No quisieron entrar. Y ya está”.

“¿Dónde estabas? ¿Dónde está la yaya?”

A las seis y media de la tarde, un agente se acercó por fin. Dijo lo que ella ya sabía desde el coche.
“Cuando dijeron ‘dos cadáveres’, yo sentí que me estaba apagando por dentro. Ese día yo también morí”.

Sin tiempo para procesar nada, la policía llevó a su hermano a declarar. Raquel también tuvo que acudir a comisaría. “No era el momento, no podía ni pensar, pero era sí o sí”, señala. Un trago innecesario, en su opinión.

Horas después, ya de noche, volvió a casa. Su hija, de cinco años, la esperaba sin saber aún que el mundo se había roto. “¿Dónde estabas? ¿Dónde está la yaya? ¿Qué hacen los perros de la yaya en tu coche?”, le preguntó.

Raquel la llevó a una habitación para decirle la verdad. La niña empezó a gritar, incapaz de respirar entre sollozos. Para calmarla, Raquel la sacó afuera, bajo una luna enorme —una luna azul, recuerda— y le dijo: “¿Ves la luna? Pues ahora la yaya está ahí”.

El vergonzoso comportamiento de cierta prensa

La pequeña miró el cielo, se aferró a su madre y preguntó: “¿Y dónde está el yayo?”. Raquel tuvo que decirle entonces que él también había muerto. Fue solo el principio de un duelo que ninguna niña debería vivir.

Dentro del tanatorio, la herida se abrió aún más. Raquel llevaba apenas unas horas viviendo sin su madre cuando empezó otra forma de violencia: la del morbo. Afuera, las cámaras seguían encendidas. Algunos periodistas no solo esperaban: avanzaban. Se saltaron el cordón policial para intentar asomarse, para ver, para captar una imagen. “Había gente que cruzaba el cordón como si aquello fuera un espectáculo”, recuerda Raquel. “Yo pensaba: ¿de verdad alguien puede tener tanta humanidad?”.

Y como si no bastara, poco después llegó otra sacudida: la jueza no permitió la incineración de su madre, aunque era su voluntad y a pesar de que la unidad de Homicidios informó al juzgado de que no necesitaban nada más para continuar con la investigación. Todo estaba claro. Aun así, la respuesta siguió siendo un “no”, sin explicación.

Le prohibieron incinerar a su madre

Cuando terminó el tanatorio, Raquel pensó que al menos podría volver a la casa para recoger algo de su madre, ver sus cosas, empezar a ordenar lo que había quedado suspendido. Pero no. Pasó más de un mes sin poder entrar. El precinto seguía allí aunque la policía científica ya había acabado. No había diligencias pendientes ni inspecciones en curso. Solo una cinta en la puerta y una espera que alargaba el dolor artificialmente.

Raquel Lorente, con su nieta

Limpiar la sangre de tu madre

Cuando al fin le permitieron el acceso, la escena era exactamente la misma que el día del asesinato. Nadie había limpiado nada. “Entré y estaba todo igual”, cuenta.

Y entonces llegó el momento que ninguna hija debería vivir: tuvo que limpiarlo ella. No porque quisiera, sino porque no había nadie más. Y porque no tenía dinero para pagar a una empresa especializada. “Estuve una semana limpiando”, recuerda. ¿Cómo puede ser que eso no lo haga el Estado?”

El crimen también deja facturas

Después vino el golpe más silencioso y, a la vez, más cruel: la economía. Cuando asesinan a una mujer nadie le explica a la familia que el crimen también deja facturas. Nadie les dice que, además del dolor, tendrán que enfrentarse a hipotecas, entierros, seguros, trámites, abogados, psicólogas, impuestos. Nadie les advierte de que el Estado no cubre prácticamente nada.

La familia tuvo que pagar todo: el entierro, la lápida, los trámites, certificados, las facturas. No había ayudas rápidas. No había nadie que le dijera por dónde empezar. No había un teléfono, una ventanilla, una guía. “Todos los gastos recaen sobre la víctima, siempre”, dice. “Incluso cuando la víctima ya no está”. “¿Cómo no existe una ley que diga que los bienes del asesino cubran los gastos que deja?”, se pregunta.

“Para mí, el asesinato fue anoche. Sigo viviendo ese día”, repite.

La parte emocional no llegó con un golpe, sino como una ola que nunca deja de romper. Raquel dice que todavía no ha hecho el duelo porque su cuerpo no le deja. Vive atrapada en un estado de alerta permanente, como si el asesinato hubiera ocurrido ayer. “Para mí, el asesinato fue anoche. Sigo viviendo ese día”, repite.

Del primer año tras la muerte de su madre apenas recuerda nada. “Tengo lagunas de meses”, explica. En la actualidad, tampoco ha mejorado mucho. “Vivo como si me apuntasen cien francotiradores. Hay días que llevar a mi hija al cole es como hacer el Camino de Santiago”.

Raquel Lorente
Cedida

No ha podido volver a trabajar. Cada intento ha terminado en un colapso físico o emocional. Su cuerpo está en modo supervivencia, no en modo vida. Pero la Seguridad Social no siempre lo entiende así. Después de pasar por comisiones médicas, aportar informes traumáticos, revisiones psiquiátricas, partes psicológicos y certificados de especialistas, recibió la respuesta más cruel: que estaba “apta” para reincorporarse.

La falta de sensibilidad de la Seguridad Social

No importaron las lagunas de memoria, ni los ataques de pánico, ni la incapacidad para concentrarse, ni la responsabilidad de una hija pequeña que también está en duelo, ni el diagnóstico de estrés postraumático complejo.

“Dicen que ya estoy bien para volver a trabajar”, cuenta con incredulidad. Le han pedido demostrar una y otra vez cómo le afecta, justificar su dolor ante personas que no la conocen. Cada cita, cada revisión, cada informe ha sido una revictimización más.

La atención psicológica

Ese mismo 30 de agosto, en el lugar de los hechos, había una psicóloga de emergencias. Raquel lo recuerda: una mujer joven, amable, que se acercó a hablar con ella en medio del caos. Estuvo un rato con la familia, intentó contener lo incontenible. Pero aquella presencia —aunque necesaria— fue mínima para el tamaño del derrumbe. Después de que se marcharan los agentes, la psicóloga también se fue.

La atención psicológica pública que le ofrecieron más tarde era insuficiente: una sesión cada varias semanas, citas que se retrasaban, profesionales desbordados. No había frecuencia, ni especialización en trauma complejo, ni acompañamiento para alguien que acababa de vivir un asesinato violento y público. Por eso tuvo que buscar terapia privada para ella y su hija, que paga ella misma.

No existe en España un protocolo psicológico específico para familias de mujeres asesinadas. Así de simple. Y así de grave. “A nosotras nos sostuvieron las asociaciones feministas y la psicóloga privada. Del Estado no vino nadie”.

Sí agradece y mucho cómo la arroparon las mujeres del centro mujer de Xàtiva y el trato cercano y humano del Ayuntamiento de Carcaixent.

La violencia machista mata. Pero lo que viene después también destruye. Y hoy en España, quienes sobreviven a un feminicidio lo hacen gracias a la fuerza personal, a redes de mujeres y a asociaciones que trabajan sin descanso. No gracias a un Estado que debería protegerlas.

Raquel habla para que su madre no sea un número. Pero también para que la muerte de su madre no siga señalando lo que nadie quiere ver: que el sistema falla cuando más se le necesita. Que abandona a quienes quedan vivos. Que convierte a los huérfanos de la violencia machista en ciudadanos de segunda. “Todo sigue igual tras un asesinato machista, eso es lo grave”, concluye.

Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.