Sé de una chica joven que acudió a comisaría a interponer una denuncia porque un hombre, supuestamente un instructor, que multiplicaba por tres la edad de ella, se había pasado una clase —de qué no es aquí lo importante— acercándose, le habría hecho tocamientos, se habría tocado sus genitales diciéndole cuán cachondo le estaba poniendo ella simplemente estando ahí. Un hombre, por cierto, que trabajaba en un entorno en el cual podrían haber acudido niños y niñas. Sé que, al final, renunció a interponer la denuncia, porque el policía que la estaba acompañando dentro de la comisaría, en el ascensor, le dijo que, si activaba el protocolo, probablemente le arruinaría la vida a aquel hombre, le preguntó si estaba dispuesta a llevar el proceso al final, dijo que tendrían que ir al centro en el que trabajaba a detenerle, le habló del juicio futuro, del proceso y el calvario por el cual tendría que pasar. Lo sé porque yo estaba allí, en esa comisaría, aunque no en todas esas escenas. No hubo denuncia por acoso, ni se denunció esa violencia machista; al final no sucedió nada, pero sé perfectamente lo que pasó.

Sé de amigas de mi edad, entre los veinticinco y los treinta y pocos, que han vivido situaciones de maltrato con sus parejas, o sus parejas han controlado lo que podían hacer o lo que no, a quién podían hablarle y a quién no, han cogido su móvil y se han puesto a revisar sus mensajes, las han sometido a todos los tipos posibles de tortura psíquica. Sé de la connivencia que se da en muchísimos espacios con personas que todo el mundo sabe que son maltratadores. Sé del poder y la incomodidad de las que algunos gozan y de la hipocresía universalmente compartida que provoca mayor laxitud en algunos casos que en otros.
Sé que hay hombres que han pegado a mujeres y que conservan una vida perfectamente buena en otra ciudad mientras la mujer a la que pegaron carcome el silencio; sé de hombres que han violado y no han enfrentado consecuencia alguna por mujeres que han querido evitar tres calvarios, el calvario de la denuncia, el calvario judicial, el calvario social. Sé que todas estas cosas son ciertas porque las veo y he vivido y porque también las afirman los datos y estadísticas. Precisamente porque sé esto, entonces, considero que una de las cosas más despreciables que se puede hacer es, a día de hoy, en 2025, negar la violencia machista, negar el maltrato, negar la existencia de ese calvario, convertir a los verdugos en las auténticas víctimas. Hay discursos del presente que lo hacen. Hay pocos discursos que me parezcan tan asquerosos.
Este 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, creo que quienes más tendrían que reflexionar, o quienes tendrían que tener una reflexión particular, confrontarse consigo mismos y con lo que están haciendo, son quienes, en presunta búsqueda de la verdad, de la justicia o de alguna forma superior de moralidad, están contribuyendo a esparcir un relato en el nosotras —las mujeres—, en lugar de estar expuestas a una forma más dura de violencia en el mundo, tenemos la voluntad maliciosa, oscura, venenosa de arruinarle la vida a los hombres que pasan por la nuestra. Es tan simple como querer vivir tranquilas y, sin embargo, hay quien denuesta hoy cualquier protección legislativa —o denuesta al propio movimiento feminista— contribuyendo a construir esa imagen: la de una mitad de la población pérfida, con la peor de las intenciones, que ha acabado convirtiendo a los hombres en las víctimas de verdad, las nuevas víctimas, las víctimas tristemente olvidadas, en contra de los datos y de las verdades. La pregunta no es qué está haciendo el movimiento feminista; la pregunta que hoy me interesa, más que cualquier otra cosa, va para ellos: ¿qué estáis haciendo, por qué lo estáis haciendo?
En un texto que criticaba el nuevo libro de Juan Soto Ivars, Esto no existe, escrito bajo la premisa de que la víctima contemporánea de nuestro tiempo serían precisamente los hombres víctima de ese fenómeno falsamente masivo de las denuncias falsas, la periodista Raquel Marcos afirma: “Ahora se entona un ‘yo sí te creo, hermano’, con raíces bíblicas, basado en la creencia de que existen muchas mujeres vengativas, malas en definitiva, diabólicas y frías, dispuestas a pasar por un proceso judicial para aplastar al padre de sus hijos, que siempre se comportó de forma irreprochable. Ellos, las nuevas víctimas: aunque nadie quiere ser víctima, algunos ya envidian la condición de”.
¿Qué enfermedad nueva ha contraído nuestra sociedad para que haya, correcto, quienes envidian esa condición de víctima, quienes querrían convertirse en las nuevas víctimas, quienes erigen una nueva identidad masculina fundada en el victimismo? Es de Nietzsche la consideración de que el resentimiento es el veneno que uno bebe esperando que el otro mura. Cuando llevamos 82 feminicidios y asesinatos en lo que va de año, es conveniente que prestemos atención a cuáles son los venenos que nos estamos tragando mientras vivimos en un sistema que no protege todo lo que debería, que sigue en muchas ocasiones sometiendo a humillaciones a las víctimas, aunque haya mejorado y sea hoy más garantista; que se preocupa también más por los años de pena que por el cuidado y protección de quienes han sufrido la violencia, que no ha sabido aún qué hacer ni con la rehabilitación ni con la reinserción, que no ha resuelto el problema de una justicia que no sea punitivista. Todas estas preguntas son importantes; también lo es criticar duramente todo lo que se parezca a negar la violencia machista. Es un veneno lo bastante fuerte como para aniquilarnos a todos.


