El Tribunal Supremo condenó el jueves a dos años de inhabilitación y a una multa de doce meses al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. El fallo, lejos de deslucir el día grande del Annus Francisci Franci, nos iluminó a muchos españolitos que pensábamos que el país nuestro, desde 1978, se constituía “en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, tal y como reza el Artículo 1.1. de la Constitución.
Pues ni democracia ni pollas: según el Gobierno, sus socios, TVE y el 80% largo de los tertulianos y colaboradores –igual me quedo corto– de los programas informativos radiofónicos y televisivos, Franco vive y son los jueces. El dictador, reencarnado en cinco ropones del Supremo –me pregunto si existen las reencarnaciones múltiples–, ha condenado a un “inocente”. No lo digo yo, sino Óscar López, el actual ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública que, según Leire Latre, investigó junto a Antonio Hernando “cosas de las saunas” durante las primarias de 2017.
“La condena al FGE”, escribió en X la eurodiputadísima Irene Montero, “es golpismo judicial, mediático y político para proteger a Ayuso y demostrar quién manda aquí”. Según la Memami –médico, madre y ministra– Mónica García, el fallo “deja a los pies de los caballos a toda la ciudadanía frente al Estado de derecho”. “¡Van a por todas, el jueves lo mismo!”, alerta Yolanda Díaz. Y es que, cuando el Caudillo aparece, no hay Gobierno de Pedro Sánchez que valga, por mucho que el yerno de Sabiniano lleve durmiendo siete años en el Palacio de La Moncloa.
“Vamos a defender la soberanía popular”, proclamó el líder del Ejecutivo el jueves, “frente a aquellos que se creen con la prerrogativa de tutelarla”. La popular, ojo, no la nacional. Y, para ello, quién mejor que Baltasar Garzón para suceder al sucesor de su mujer. Todo queda en casa: Dolores Delgado, fiscal general del Estado entre 2020 y 2022, casada con el exmagistrado jienense en 2023 –tras treinta años de amistad y, al menos, tres de relación–, amadrinó y promocionó a García Ortiz, compiyogui suyo desde que presidiera, entre 2013 y 2017, la Unión Progresista de Fiscales, y este, siendo ya fiscal general, intentó aupar a la también exministra de Justicia a fiscal de Sala de lo Militar. Ocurrió que Franco, digo, el Supremo, anuló el ascenso al apreciar “desviación de poder”. Malditos fachas, mecachis.
Quién mejor que un condenado a “once años de inhabilitación especial para el cargo de juez o magistrado con pérdida definitiva del cargo que ostenta” por prevaricación para suceder a un condenado por revelación de secretos. La inhabilitación caducó hace un par de años y, si bien Garzón no es fiscal, para que se le nombre sucesor de García Ortiz basta con que se le reconozca como “jurista de prestigio” –check: al César, lo que es del César– con un mínimo de quince años de ejercicio –también check–. Nadie combina como él tanto sectarismo y tanto talento. Está inmerso en una gira mediática, las televisiones lo promocionan: el 18 de noviembre, pontificó en Más vale tarde, de La Sexta; el 21, en Mañaneros 360, de La 1, donde contradijo a Sánchez negando que la Fiscalía dependa del Gobierno y se ciscó en el Alto Tribunal: “Estoy muy enfadado con la justicia del Supremo. Y no sé si decir esto me traerá consecuencias, pero me da igual. No podemos estar callados ante determinadas situaciones”.
Cuando Javier Ruiz le preguntó por las consecuencias, Garzón respondió: “No lo sé, cualquiera, pero no confío en esta justicia”. Igual la consecuencia es que acabe relevando al padawan de su esposa. La dinastía tiene todas las de seguir. Y que viva la revolución bolivariana, ea.



