Desde hace meses, en los pasillos del Tribunal Supremo se repetía la misma frase, siempre dicho en voz baja, como si nombrarlo en alto pudiera empeorar las cosas: Álvaro ya no es Álvaro. El fiscal general del Estado, hoy por hoy condenado por revelación de secretos y preparado para un largo camino de recursos, llegó a lo más alto de la mano de Dolores Delgado. Y para quienes han convivido con él, el verdadero giro que explica su caída, empezó mucho antes de la sentencia.
No fue un cambio súbito, sino un desplazamiento lento. Un fiscal con fama de afable y buen ánimo, educado en formas y modales, que se había hecho un nombre desde Galicia, donde comenzó la carrera fiscal en 1999, hasta Madrid. Pero aquel perfil, respetado incluso por quienes no compartían su pensamiento, fue evolucionando según avanzaban las decisiones políticas, los nombramientos internos y una dependencia cada vez más visible de la que fue su mentora. Como resume uno de los fiscales del Supremo que ha trabajado a su lado durante años: “Sí ha cambiado. A peor”.
Cadena de favores
Su entorno profesional coincide en que el punto de inflexión no fue la condena, ni siquiera el caso del novio de Ayuso. La fractura llegó cuando García Ortiz cruzó la línea que separa el cargo institucional del favor político. Un fiscal del Alto Tribunal que conoce de cerca su trayectoria lo explica sin rodeos a Artículo14: “Al asumir y apoyar la política y la línea de Dolores Delgado, que era decididamente gubernamental y PSOE, asumió esa deriva, alejándose de las líneas internas de la Carrera Fiscal que valoran la imparcialidad”.

Ese primer gesto, explican las fuentes consultadas, lo dejó atrapado. “Una vez haces un favor, ya no hay vuelta atrás”, resume una persona de su entorno. Lo que vino después fue, según las mismas fuentes, una sensación creciente de dependencia política y una cadena de decisiones que estrecharon la relación con el Gobierno mucho más allá de lo habitual. “Claro que los fiscales hablan con presidentes del Gobierno”, admite un magistrado del Supremo, “pero nunca habíamos visto una relación tan estrecha”.
Ese vínculo explica también otro episodio que en la Fiscalía muchos conocen: los momentos en que García Ortiz quiso dimitir, cansado del desgaste y consciente del impacto institucional del caso. Desde Moncloa, explican fuentes implicadas, se le pidió que no lo hiciera. La consigna era la misma que el Gobierno lleva repitiendo toda la legislatura: resistir.

“Siempre cordial, porque es así su temperamento y carácter, pero cada vez más politizado y radical”. Así describe otra fuente del Supremo la evolución del fiscal general. No hablan de un arrebato, sino de un cambio sostenido en los últimos dos años. Con una Fiscalía General cada vez más homogénea, con las Salas del Supremo cubiertas por perfiles afines, y un reflejo interno que muchos describen como un cierre progresivo.
El “muro”, lo llaman algunos. No solo hacia fuera, sino también hacia dentro. Un círculo cada vez más reducido, más impermeable, más aferrado al núcleo que lo acompañó desde su llegada a Fortuny, donde hoy se refugia en la caída.
Fortuny como refugio
La frase corrió como la pólvora cuando se conocieron los mensajes: “Gracias a todo el equipo Fortuny”. Ese pequeño grupo de máxima confianza es, hoy, su salvavidas. Tres nombres sobresalen: él mismo, la fiscal jefe provincial de Madrid, Pilar Rodríguez, y el teniente fiscal Diego Villafañe. Los tres, implicados, según la UCO, en la presunta revelación de datos reservados en el caso de Alberto González Amador.
Ascenso y caída de García Ortiz
Su trayectoria fue durante años la de un fiscal respetado: la investigación del Prestige, su papel en la Unión Progresista de Fiscales, su trabajo en Santiago de Compostela en medio ambiente y urbanismo, la llegada a la Secretaría Técnica. Pero su ascenso a fiscal general en 2022 marcó un giro. El peso de la política, la presión institucional, las tensiones internas, la dependencia del Gobierno y la sombra permanente de Delgado terminaron moldeando un perfil distinto al que había llegado desde Galicia.

Su condena, hecha pública en un fallo inusualmente contundente, y a la espera de conocer el texto definitivo condena a García Ortiz a la inhabilitación de dos años, multa y responsabilidad civil por daño moral.
El Tribunal Constitucional, su última oportunidad
García Ortiz prepara ya su defensa. El recorrido será largo: incidente de nulidad ante el propio Supremo y, después, si lo estima oportuno, recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Todo dependerá de la argumentación final de los magistrados, de cómo justifiquen la revelación de datos reservados y del margen que le dejen para alegar vulneración de derechos fundamentales.
Pero en la Fiscalía, más que en los tribunales, la sensación es otra: la de un fiscal que llegó con sonrisa y mano abierta, y que hoy camina con gesto duro. Una trayectoria que, para algunos de sus compañeros, resume mejor que ninguna otra frase esta caída institucional: “Una vez cruzas la línea, no puedes volver a cruzarla en sentido contrario”.



