El 25N suele abrir conversaciones difíciles: relaciones abusivas, miedo, silencio, la carga social que cae sobre las víctimas, las desigualdades que permiten que la violencia se mantenga. Muchísimas mujeres recuerdan nombres, historias, ausencias. Para otras es un día que toca fibras muy íntimas; no todo el mundo llega a él desde la militancia, muchas llegan desde la experiencia.
Cada día nos llegan imágenes que, en teoría, deberían rompernos y ante las que no parpadeamos. Niños en incubadoras arrancadas de hospitales bombardeados en Gaza, mujeres famélicas que buscan agua entre ruinas que ya no parecen ruinas, sino el paisaje definitivo. Las vemos sin procesarlas; ya tenemos demasiadas guerras acumuladas en la retina. Respondemos con una intuición adormecida que nunca llegar a rozarnos la auténtica emoción. Sabemos —intelectualmente— que aquello es horror, pero el cuerpo no reacciona. La distancia entre la fotografía y nosotros se ha hecho tan vieja que apenas entendemos lo que significa.
Y entonces, un 25-N llega una de esas fotografías desde el pasado, en blanco y negro, y nos obliga a recordar que esas escenas no son un género visual ni un flujo informativo, sino vidas quebradas que alguien tuvo delante, a centímetros de un objetivo.
La exposición de Robert Capa en Madrid vuelve a poner delante algo que preferimos mirar de reojo: la guerra no empieza en el frente, ni se frena cuando alguien se queda sin nada que ofrecerle a un niño que llora. En las salas, ese vacío se repite en los rostros de mujeres que buscan entre las ruinas de Madrid un objeto, un trozo de pared agujereado al que llamaron casa, un gesto que devuelva algo de sentido al mundo. No lo encuentran. Lo que queda es un instinto casi animal: mantener al hijo con vida, aunque sea bajo un cielo que cae a pedazos.

Capa fotografíó el hambre, la pérdida y el miedo con una precisión que duele. Nada de dramatización (si bien le sobró fabulación cuando contaba, a posteriori, las historias que acompañaban las imágenes), nada de nobleza. Mujeres que avanzan entre cascotes, niñas que descansan un ratito, antes de ser evacuadas, ancianas que yacen muertas en una camilla tras un bombardeo. Un grupo de mujeres reunidas junto los restos de su casa: parecen decidir, en ese segundo congelado, si llorar o seguir moviéndose. Ese tipo de duda —mínima, insoportable— es lo que Capa sabía pescar sin anestesia.
Y luego está la imagen de la mujer rapada. Una colaboracionista, una traidora. Aparece empujada entre una multitud que disfruta demasiado del castigo. Lleva al bebé apretado contra el pecho, lo único que le queda. La mirada no busca clemencia, solo una salida en el tumulto. El pelo cortado al cero ya habla de una sentencia pública ejecutada. Lo que de verdad desarma es la inocencia encarnada en el bebé, que tardará años en comprender por qué su madre es exhibida como una fiera. Cuando lo entienda cambiará de identidad para continuar viviendo. Esa escena —simple, feroz— revela algo que solemos ocultar: las guerras devoran los límites entre justicia y venganza, y casi siempre lo hacen sobre cuerpos femeninos.

En Francia, otra mujer, otra condena. La prostituta que sigue a sus antiguos clientes alemanes porque teme a los suyos. No tiene patria, no tiene bando. Le persigue el ruido viscoso de los pasos ajenos, el juicio rápido, el insulto lanzado con alivio. Capa la captura al vuelo, con pantalones anchos, en un gesto de indecisión en el que no sabe muy bien hacia dónde se dirige. Miedo puro, un miedo en el que hay una verdad que ninguna celebración posbélica quiere admitir.
Lo más brutal de estas imágenes no es lo que muestran, sino lo que no necesitan decir. En blanco y negro, todo es hueso. Las mujeres, por bellas que sean, no aparecen idealizadas: están agotadas. No representan “el espíritu civil”; representan la grieta por la que se cuela la realidad cuando el ruido de la artillería se detiene un segundo. Y Capa, con ese ojo implacable suyo, las deja atrapadas en la escena sin ofrecer un punto seguro donde mirar. No hay héroes. No hay redención. La supervivencia es algo mucho más crudo.
Estas imágenes no envejecen. No pertenecen al pasado. La madre sin casa podría ser de cualquier ciudad bombardeada hoy. La mirada de la mujer rapada podría encontrarse en cualquier frontera donde se pierde la condición humana por un papel sellado o por una sospecha. La prostituta francesa podría ser una de tantas que cruzan Europa con historias que nadie quiere escuchar.
Quizá por eso inquietan más que otros documentos de guerra. Capa evita el espectáculo. No busca emociones fáciles. Lo que muestra es un territorio donde todo lo imprescindible falta y todo lo superfluo sobra. Y en esa dureza aparece el punto más incómodo: si para los hombres se exacerba lo colectivo, para las mujeres la guerra convierte la vida cotidiana en un asunto de resistencia individual, privada, íntima. Lo demás —estrategias, discursos, mapas— sobra.

Las mujeres que aparecen en estas fotos no piden compasión. Ni siquiera piden justicia. Solo se empecinan seguir adelante. Tal cual. Con un bebé, con cuatro enseres salvados, con un insulto a la espalda, con un silencio del que no saldrán indemnes. La intensidad de las imágenes está precisamente ahí: en esa voluntad obstinada que no se cuenta en manuales ni en himnos. En ese gesto de seguir, aunque sea a través del polvo.
Quizá haya otra razón para mirar a Capa justo hoy, este día de noviembre. Sus fotografías no hablan de violencia machista en el sentido contemporáneo —sería forzar la lectura—, pero porque muestran algo más primario: las mujeres siempre están en ese punto donde la violencia se vuelve sistema. Él captó cómo la guerra, cuando arrasa, no distingue, pero sí recae sobre ellas con una precisión que ninguna estadística termina de explicar. En sus imágenes, la humillación pública, el hambre, el miedo, el desplazamiento, la pérdida del hogar o del cuerpo propio aparecen como una cadena única, un continuo.
Y ese continuo —eso que vemos en la madre rapada, en la prostituta perseguida, en las madrileñas que buscan dónde dormir con los hijos— es la misma lógica que hoy, fuera de los frentes, sigue empujando a millones de mujeres a sobrevivir en condiciones que no eligieron. El 25N sirve, al menos, para recordar que esa violencia, más allá de un episodio terrible o una una cifra, es un territorio. Uno que documentó con una honestidad incómoda, y que todavía no hemos aprendido a desmantelar



