Cuando a Carol Aixut le avisaron de que la peste porcina africana (PPA) había llegado a Cataluña, sintió “como un jarro de agua fría cayendo sobre la mesa de la cocina”, cuenta al otro lado del teléfono a Artículo 14. Llevaba años escuchando que la amenaza avanzaba por Europa, pero siempre parecía mantenerse a unos pasos de distancia, contenida entre fronteras y mapas epidemiológicos. Hasta ahora.
En su granja de 2.500 cerdos de engorde -que levantó tras dejar atrás un restaurante y reconstruir su vida buscando conciliación familiar- la noticia entró como los golpes que no se ven venir: sin ruido, pero dejando sin aire.
A casi cien kilómetros al norte, en La Noguera, María Lluïsa Viola -diseñadora gráfica reconvertida en ganadera por tradición familiar- sintió la misma sacudida. “Una noticia devastadora”, resume. Tras veinte años entre naves y unos protocolos de bioseguridad que se habían vuelto parte natural de su rutina, escuchar que el virus había logrado saltar, por fin, la muralla catalana la dejó con una sensación de vulnerabilidad absoluta.
La PPA no afecta a los humanos. Y, sin embargo, el impacto humano es lo que más pesa en las palabras de ambas ganaderas. “Del cerdo vive mucha gente. No hablamos solo de dinero, hablamos de familias”, explica Carol. Su historia personal es reflejo de una nueva generación de mujeres que están sosteniendo el campo catalán, diversificando cultivos, profesionalizando granjas y asumiendo el relevo de un sector históricamente invisibilizado y masculinizado.
Lo que la llevó a entrar en el sector fue una decisión incontestable: “Que mis hijos pudieran llamarme mamá”, recuerda, evocando cómo el ritmo frenético de la restauración le impedía verlos crecer. El salto de un oficio urbano a una vida rural no fue sencillo, pero el esfuerzo acabó convirtiéndose en 2.500 animales a su cargo, frutales, agricultura ecológica y un modo de vida que ahora percibe en riesgo.
María, desde su comarca, comparte esa mezcla de vocación heredada y amor por una tierra que exige respeto cada día. En su granja, la bioseguridad es la norma: duchas obligatorias, cambios de ropa, control de accesos, desinfección minuciosa. No lo aprendieron por la PPA, llevan décadas haciéndolo. Por eso, cuando el virus llegó, la incredulidad fue inmediata. “Aquí estábamos tranquilos hasta que llegó la noticia”, confiesa.
La amenaza que llega por el monte
Si hay un enemigo común en sus relatos, ese es el jabalí. “Las políticas que han limitado la caza nos están causando mucho daño”, afirma Carol, refiriéndose a los 800 jabalíes en Collserola, a vecinos que los alimentan como quien da de comer palomas en una plaza, y a animales que irrumpen en campos y carreteras como si nada. Y, sobre todo, a un virus que viaja con ellos, invisible pero letal.
“Incentivar la caza, reforzar batidas y erradicar jabalíes en las zonas de riesgo sería mucho más productivo que improvisar medidas tardías”, afirma María. Ambas saben que esta crisis no empezó en una granja, lo hizo en el bosque.
En una paradoja difícil de digerir, las granjas situadas dentro del foco han dado todas negativas. Ningún contagio entre animales domésticos. Un triunfo técnico y humano: la bioseguridad funciona.
“Aquellas medidas que a veces parecían ridículas son hoy las que mantienen en pie al sector”, defiende Carol con orgullo. Y el miedo -porque lo hay- no viene del interior, sino de un exterior que sienten incontrolable. “Siempre se trata de prevenir todas las enfermedades. El índice de riesgo debe estar lo más cerca posible de cero”, reafirma María. Y ese esfuerzo constante es lo que explica por qué, incluso en el epicentro, los animales siguen sanos.
Aunque ninguna ha visto aún consecuencias directas en su granja, la incertidumbre es corrosiva. “Tenemos mucho miedo. Mucho.”, confiesa Carol.
María lo vive igual: “El coste económico será enorme si el virus sigue expandiéndose”. Miedo a la ruina económica, a perder miles de animales, al cierre de granjas, a que el virus avance hacia zonas donde la vigilancia aún es insuficiente. Miedo a la exportación bloqueada, a China cerrando puertas, a Europa levantando barreras. A quedarse sin trabajo, sin futuro.
Un llamamiento desde el terreno
Carol pide más UME, más drones, más manos, más zonas cubiertas, más velocidad. Y un poco más de comprensión social: “La sociedad debería conocer el perjuicio que nos provocan algunas decisiones”.
María pide “más participación activa de cazadores, más control en el monte, más coherencia en la gestión del territorio. No más burocracia. Más acción”. Porque este virus, coinciden, “no es solo un problema veterinario, es un problema de país”.

