PAREJAS DE HOLLYWOOD

Mark Ruffalo y Sunrise Coigney: 25 años de matrimonio, sin épica y sin escaparates

El actor y su mujer celebran un cuarto de siglo juntos, lejos de los focos y sin el guion típico de Hollywood

En Hollywood, todo se sabe. Quién se separa, quién se casa, quién cambia de cara. Todo menos lo que no se vende. Y la historia de Mark Ruffalo con Sunrise Coigney no se ha vendido nunca. No porque no tenga interés, sino porque es de esas cosas que funcionan mejor sin altavoz.

En 1998, Mark Ruffalo vivía en un garaje. Literal. No como metáfora de humildad hollywoodiense antes de la fama, sino como dato inmobiliario real. Sin dinero, sin seguro médico, sin agencia. Pero con algo a favor: conoció a Sunrise Coigney. En aquel momento él era un actor desconocido. Ella, actriz también, lo vio antes que nadie. “Yo no tenía coche, no tenía trabajo, no tenía nada. Y aun así quiso estar conmigo”, ha dicho él.

Ella vio en él una intuición, tal vez, o un ojo entrenado para detectar el fondo bajo la superficie. Él ni siquiera se gustaba a sí mismo. A ella, le bastó con mirarlo. Dos años después, en el año 2000, se casaban; justo cuando Ruffalo apenas había hecho un par de películas indie y seguía viviendo en la cuerda floja. Y hoy, 25 años después, siguen: en pie, juntos, sin épica, sin fuegos artificiales.

Ese mismo año, coincidiendo con el cambio de siglo, nació su primer hijo, Keen. Luego llegaron Bella en 2005 y Odette en 2007. Y Sunrise decidió dejar su carrera para centrarse en la crianza. En 2001, justo cuando él empezaba a tener nombre, le diagnosticaron un tumor cerebral benigno. Lo operaron, perdió la audición del oído izquierdo y tuvo que frenar su carrera durante meses. “Ella me sostuvo cuando todo podía haberse caído”, dijo a Men’s Journal.

Con el tiempo llegaron los papeles grandes. Zodiac, Los chicos están bien, Spotlight, Hulk. También llegaron los premios, el activismo y las causas. Ruffalo se hizo famoso por ser un tipo normal. Un actor que no actúa fuera de escena. No va de nada, ni siquiera cuando va a por un Oscar. En cada entrevista agradece a su familia, pero sin convertirlo en eslogan.

En estos años, ella cerró una tienda en Nueva York -Sunny’s Pop-, crió a sus hijos, hizo de ancla cuando él se iba a rodar o a pelearse con su propio éxito. Es la parte que no vende; pero Ruffalo lo recuerda con una mezcla de gratitud y asombro. Dice que ella apostó por él cuando él no habría apostado ni un dólar. Que ha sido su compañera, su amiga. Pero lo dice con el tono justo, sin florituras.

Ruffalo dice que su secreto es no competir. Que el matrimonio es una cooperativa, no una red social. Que no siempre es fácil, pero que cuando funciona, hay que cuidarlo con lo cotidiano. Tienen tres hijos, veinticinco años de historia y una casa que no es de película. Y, aún así, o justo por eso, su historia es la que vale la pena contar. No hay transformación mágica aquí, ni moraleja ni banda sonora. Solo dos personas que eligieron y eligen quedarse.

Veinticinco años después, siguen juntos. Y eso, aunque no llene portadas, es una historia. Quizás la mejor de todas.

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