Galina Altman habla con la serenidad de quien ya no tiene miedo a las consecuencias. Música desde la infancia, queer y exiliada, huyó de Moscú tras el inicio de la invasión de Ucrania. Lo resume sin rodeos: “Considero que mi emigración de Rusia tras el inicio de la guerra de Putin contra Ucrania fue mi paso final antigubernamental”.
Su biografía, entre acordes y escenarios, se torció cuando la política se convirtió en amenaza vital. “No apoyo la guerra injusta y agresiva contra Ucrania ni las represiones masivas dentro de Rusia, no quiero trabajar para este Estado y no quiero ser perseguida yo misma como persona queer”.
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En España ha aprendido a organizar protestas, a transformar la música en activismo, a convertir la herida en herramienta política. En conversación con este periódico, Altman recuerda el proyecto internacional que compartió con otras dieciséis compositoras durante la pandemia: una ópera sobre feminicidio y periodismo honesto. Era 2020 y ya entonces Putin había levantado un muro de censura. “En Rusia, por esto, yo y todo el equipo creativo nos enfrentaríamos a la cárcel, por promover el feminismo”, explica.
El shock más cercano
En Moscú, de donde se marchó, Altman lo vivió como una fractura personal. El 90% de sus amigos se exiliaron: músicos, artistas, profesores. Otros, sin embargo, eligieron el bando del Kremlin. “Esto fue un verdadero shock para mí. Pensaba que los argumentos y la propaganda de Putin no funcionaban en personas con inteligencia y educación, pero resultó que funcionan perfectamente”.
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La música se detuvo de golpe cuando descubrió que la fidelidad al régimen también se compra con ascensos, aumentos de sueldo o con la amenaza de perderlos. El chantaje estatal funciona como un ascensor perverso infiltrado en las universidades y hasta en la administración pública.
Pero en Rusia también existe un tercer perfil, más difícil de digerir: el del ciudadano indiferente. “Ese promedio al que no le importa si alguien es asesinado, si meten a gente en la cárcel sin motivo, si hay robo en todos los niveles del Estado. Cree que ‘no está todo tan claro’ hasta que a él mismo lo roban, encarcelan o matan en la guerra de Putin”. Para Altman, esa pasividad es parte de lo que mantiene el sistema en pie.
La guerra como salida económica
En su diagnóstico no hay fisuras. Altman no habla de pobreza sino de indigencia. “Rusia es ahora un país indigente. No pobre, sino literalmente indigente. En casi 20 años de dictadura de Putin, se ha convertido en una petrocracia tecnológicamente atrasada, con un nivel de vida muy bajo y con todos los problemas de cualquier dictadura”.

Ese deterioro tiene una consecuencia directa: la guerra como salida económica. Para miles de familias de las regiones más deprimidas, la única forma de escapar de la miseria es enviar a un hijo al frente. “Esposas y madres a menudo envían a sus maridos e hijos a esta guerra para recibir ese dinero ensangrentado, y en caso de la muerte del soldado: un pago único con el que pueden comprar una vivienda o dar a los hijos educación y una vida normal”.
La maquinaria bélica funciona como un perverso ascensor social en un país sin movilidad, donde la única promesa de prosperidad pasa por el botín del saqueo en Ucrania.
Cultura contra represión
Si el exilio le ha enseñado a organizar protestas, también le ha servido para afilar su visión sobre lo que debería cambiar en Rusia. Su respuesta es inmediata: “Ante todo, yo sacaría a la FSB -Servicio Federal de Seguridad- y a sus agentes de cualquier agenda rusa y del poder. Especialmente de gobernar el país. ¡Al 100%: antiguos, actuales, futuros, todos!”.
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“Constantemente envenenan, matan y reprimen a la gente; en eso ocupan todo su tiempo, por encargo o simplemente porque pueden”. Para Altman, el peso de los servicios de seguridad en la estructura del Estado explica la ausencia de democracia y de sociedad civil en Rusia.
Sin relevo a la vista
Cuando se le pregunta por el futuro, Altman se muestra escéptica. Cree que Rusia necesita reconstruir desde cero la democracia y la sociedad civil. Pero descarta cualquier evolución interna del régimen: “No creo que este régimen tan agresivo y represivo pueda derrumbarse por sí solo o evolucionar en algo decente y capaz de negociar. Esto requerirá trabajo. Y reemplazar a un ‘líder fuerte’ por otro, sean cuales sean sus opiniones políticas, no servirá de nada”.

La muerte de Alexéi Navalny ha dejado, en su opinión, un vacío insalvable. “No veo a un solo político ruso, profesional o no, capaz de oponerse al régimen de Putin e influir de alguna manera en la conciencia y las decisiones de los rusos”.
Queda, tal vez, la apertura al exterior como última esperanza. “La gente debe ver otras culturas y puntos de vista, otra forma de vida: que se puede vivir según tu propia elección, y no por orden de arriba. Y que esto es mejor y más rentable que la existencia pasiva y la mera supervivencia”, sentencia.