Opinión

El principio del fin

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Extremadura es el epítome del profundo cambio sociológico que está teniendo lugar en España desde hace ya siete años. Lo que comenzó en Andalucía allá por 2018 fue solo el principio. Aquello que los socialistas consideraron un accidente era la génesis del hartazgo de unas prácticas populistas que dejaron de tener éxito en un electorado cuya militancia en la izquierda no se discutía, se daba por hecha.

Ahora esa hegemonía la gestiona la derecha que, en el feudo socialista por excelencia le ha sacado una distancia superior a los 17 puntos. Para medir la magnitud de la catástrofe imaginemos que el PSOE lograse sacarle esta distancia al PSOE en Madrid o mejor aún, en Galicia.

Sin embargo no todo es de color de rosa para el PP. Guardiola convocó estas elecciones para no depender de VOX y, en menor medida, lo sigue haciendo. Pidió el voto para lograr una mayoría absoluta y no lo ha logrado. Por último también reclamó el voto para frenar el avance de los radicalismos y tanto VOX como Unidas por Extremadura se han disparado. En realidad esta ha sido una victoria agridulce para un PP que sube en votos, escaños y porcentaje pero que no logra el objetivo propuesto que era la mayoría absoluta. Si acaso podrá reclamar abstenciones que no concederá el PSOE, y a VOX cosa que no será gratuita.

En cuanto al PSOE, su principal problema es que inicia una larga travesía por el desierto electoral, pues ha dejado de cumplir en Extremadura con la premisa esencial de cualquier proyecto político que no es otro que ser de utilidad a la población. El ejemplo paradigmático de esto es que Pedro Sánchez ha demostrado que los mecanismos de redistribución del Estado están al servicio sus intereses y no al de los ciudadanos de las autonomías más necesitadas.

La mayor preocupación para el PSOE y quien lo dirige es que con total probabilidad Extremadura ha supuesto el principio del fin del Sanchismo. A día de hoy no existe opción alguna de gobierno en ninguno de los escenarios donde habrá elecciones en los próximos seis meses. Y en todos estos lugares se repetirá el mismo patrón, los socialistas seguirán desangrándose, el PP seguirá gobernando y VOX y probablemente PODEMOS crecerán exponencialmente. Naturalmente esto no le importa lo más minino a Pedro Sánchez, paulatinamente irán cayendo feudos socialistas y con ellos los candidatos que ha colocado pero el único objetivo es sostenerse en el poder alertándonos a todos del cataclismo que vendrá si gobiernan “los otros””. Naturalmente si el escenario electoral es imposible, el judicial es todavía peor, de manera que no se atisba ninguna opción o margen de mejora.

El problema es que el presidente hace mucho de dejó de gobernar para todos y comenzó a hacerlo para sí mismo, supeditando el proyecto común de España a su permanencia en el poder. Por este motivo una parte significativa de la sociedad ya no identifica al PSOE como un elemento de equilibrio institucional sino de desestabilización nacional.

Hay un dato que lo ilustra a la perfección: contando este 21 de diciembre, en los últimos cinco años, entre municipales, autonómicas, generales y europeas se han celebrado en España 12 convocatorias electorales. Y en términos globales, en todas aquellas citas los socialistas sólo fueron capaces de ganar en dos, las dos celebradas en Cataluña con las siglas hermanas del PSC. Sólo en las autonómicas de 2023 que para el PSOE supusieron un descalabro sin precedentes, pudieron sostener el poder en 3 de las 17 autonomías.

Ese añorado tiempo en el que el PSOE ganaba elecciones hace mucho que desapareció del mapa. Pedro Sánchez ha logrado que el suyo deje de ser un partido natural de gobierno para pasar a depender de una fragmentación parlamentaria que le permite seguir en el poder sin haber ganado claramente las elecciones.

En este contexto el PSOE se encuentra ante una crisis existencial que nada tiene que ver con una crisis coyuntural. Puede optar por una reconstrucción profunda de su proyecto, redefiniendo su relación con el Estado, la nación y su base social tradicional, o puede quedar atrapado en una lógica defensiva, dependiendo de alianzas cada vez más frágiles y costosas. En este último caso, el riesgo no es solo electoral, sino identitario: pasar de ser un partido que lideraba el consenso a uno que administra el miedo a que gobiernen otros.