Nieves, una mujer de 90 años, murió de una sepsis consecuencia de las quemaduras que le causó un cuidador al ducharla con agua hirviendo. El cuidador hizo caso omiso de las quejas de la anciana, y después la residencia ocultó la gravedad de las quemaduras. Una negligencia letal que se saldará – si es que se salda- con una indemnización a buen seguro insuficiente para la gravedad de haber quitado una vida. Este es el valor de la vejez ahora mismo. Una fase de la vida que se puede alagar hasta veinte años (depende de la longevidad del individuo) y que crea muchos problemas logísticos, económicos, y para algunas personas (para el cuidador del agua hirviendo supongo que no) morales. La parte económica se ha comido la parte moral, y ha dado pie a monstruosidades distópicas como la que he mencionado, como tantos casos que vemos en la prensa.
Mi tía vivió sus últimos años en una residencia. Era la mejor de la zona, y aun así dejaba mucho que desear. Fue noticia durante la pandemia. Ni mi tía ni mi tío supieron que pasaron esos meses junto a cadáveres que no eran retirados, junto a residentes que no eran atendidos pese a tener COVID. Cuando iba de visita me provocaba rechazo cómo las empleadas infantilizaban a mis tíos y al resto de residentes; ¿es imprescindible hacerlo? No lo sé. A mí me parece condescendiente, casi indigno. Mi tía lloraba cuando hablaba del cambio de pañal. Mi tía cuidó de mi abuela durante muchos años, y antes de eso cuidó de su padre. Cuidó de mi cuando era muy pequeña y mi padre estaba enfermo, al cuidado de mi madre. Recuerdo esa época con mucho cariño. El primer cumpleaños que recuerdo fue en su casa, con una niña del bloque, Erika, que tampoco está ya con nosotros. Mi tía cuidó de los hijos de mi prima cuando fue necesario. Mi tía estuvo toda la vida cuidando de otros, y cuando el último de nosotros no necesitó cuidados, ella envejeció. Lo hizo de golpe. Un día llamamos al timbre, después de que muriera mi abuela, y nos abrió mi tía. Estaba en bata y pijama, nada que ver con el aspecto cuidado y casi barroco con el que nos había recibido siempre. Ya era una anciana.
Eso fue antes de tener que ir a la residencia. Un tercero sin ascensor y una dolencia del corazón separaron a mis tíos de su casa. ¿Serían conscientes de que no volverían a pisar su casa? Allí había televisión, bingo, algún pequeño espectáculo… esas actividades que se organizan para que residentes y trabajadores olviden que están en un moridero.
Pese a la aparente tranquilidad, todo el mundo sabía que no se pueden llevar allí ni joyas ni ropa cara. Desaparece a menudo. También desaparecen las bragas, así que hay que llevar ropa nueva de cuando en cuando.
A mis tíos había que lavarles y cambiarles. Los trabajadores del centro les quitaban el pañal, lo tiraban al suelo, y se marchaban. Cuando mi tía les pedía que no les dejasen así (manchados, desprotegidos, y expuestos al olor de sus propias heces), respondían con un “no es mi trabajo”. Ya llegaría otra persona cuando buenamente pudiera. Mi tía lloraba. Ella siempre había atendido a otros y ahora los que cobraban por atenderla (cosa que ella nunca hizo) la dejaban desatendida con un “no es mi trabajo”. Esto es la vejez: formar parte del excedente humano que no da beneficios. Parece que el único valor de una vida en este tramo es el beneficio que pueda dejar. Una amiga (que ya no lo es) me contaba que su madre había cuidado de una tía suya durante años con la secreta intención (confesado por ellas mismas) de que le dejase la casa en herencia, pero “la muy zorra” se lo dejó a otras personas. Así funciona la caridad en la gente sin alma. Cuando los ancianos ya dan sus últimas boqueadas surgen los hijos, los sobrinos, los nietos y los que hagan falta, todos para pedir, con mayor o menos descaro, una parte mayor de la herencia. Y luego vienen las puñaladas, los insultos, las traiciones, las alianzas espurias, los saqueos prematuros en las casas, y todas esas cosas que hacen que una no quiera, ni por casualidad, llegar a esa edad que solo es bonita en los anuncios de turrón.



