La suya ha sido una muerte imprevista, y más cruel si cabe porque ha tenido lugar cuando ya estaban al final de su larga travesía, a cinco metros del muelle, de ese muelle que para ellos significaba la llegada a la tierra prometida, o al menos a un lugar mejor del que venían. Ese muelle, el del puerto de la Restinga en El Hierro, se ha tragado todas sus esperanzas.
Los al menos 180 ocupantes del cayuco llevaban más de diez días de travesía, su barco estaba siendo remolcado, pero los nervios del momento final, el intento de algunos de saltar a tierra firme antes de llegar, desataba la tragedia y no se pudo salvar a todos.
En la mayoría de las ocasiones, el destino castiga especialmente a los más débiles y esta vez hemos sido testigos en directo de ello a través de la televisión, de esas vidas ahogadas en el fondo del mar, también las de los tres niños y la de una bebé a los que nadie pudo ayudar. En este tipo de tragedias, las muertes de los niños parecen incluso más dolorosas, porque probablemente su único éxito en sus cortas vidas fue el de nacer. Nadie les dio más posibilidades. No tenían defensa alguna. Muertes como la de Aylán, el niño sirio de tres años cuyo cadáver el mar llevó a la orilla de una playa turca en 2015 después de naufragar la embarcación en la que viajaba y que se llevó también las vidas de su madre y de su hermano. El hecho sacudió las conciencias de medio mundo: un artista hindú hizo una escultura en la arena con su imagen, U2 cambió la letra de una de sus canciones en un concierto, y políticos de todo tipo lamentaron la tragedia, pero todo quedó en el olvido al poco tiempo.
El papa Francisco quiso que el primer viaje de su pontificado, allá por el 2013, fuera a la isla italiana de Lampedusa, lugar al que llegaban también miles de inmigrantes. Desde allí recordó que, quienes se embarcan en estos cayucos buscan hallar “un poco de serenidad y paz”, pero a menudo, “no encuentran comprensión, no encuentran acogida, no encuentran serenidad”, encuentran la muerte, y eso es lo que han hallado ellos en El Hierro. Lo peor de estos casos es que se repiten y que para nosotros acaban siendo una mera estadística, acaban haciéndonos indiferentes, inmunes a cualquier tipo de sufrimiento que no sea el nuestro.