Desde hace meses, algunos domingos, algunos lunes, cualquier día de la semana, en realidad, me dispongo a hacer algo —trabajar en mi despacho, ducharme— y empiezo a oír los sollozos de otro piso en mi bloque. A veces pongo música en el altavoz antes de entrar en la ducha y la canción que escucho se entremezcla inquietante con el llanto; a veces estoy intentando trabajar y, cuando coloco los dedos sobre el teclado, se cuela por las paredes la voz desgarrada de ese vecino misterioso, al que no conozco y del que solo conozco los llantos. Llora el vecino de arriba, pero no sé cuál es su piso, en mi bloque en el centro somos muchos, podría ser cualquiera: me pregunto si estará solo, qué más hará o a qué dedicará su tiempo, por qué llora.
Pensé que podría ser una tragedia íntima o familiar, un acontecimiento en su vida que lo hubiera roto y del cual reponerse, pero el llanto empezó a alargarse demasiado. Como coincidió que lloraba sobre todo los domingos, imaginé que quizás había algo en esos días que lo empujase al borde de la tristeza, como el morbus sabbaticus antes de recomenzar con la semana; mi teoría se resquebrajó al oírlo llorar un martes, o cuando lloró por la mañana en vez de por la tarde. Algunos días ha sido tan estruendoso su lamento que he pensado en hablarle, preguntarle si está bien, acercarme a comprobar que no está solo, para luego darme cuenta de que no podría: no sé cuál es la letra de su piso.

Conozco a mis vecinos, pero no sé de ninguno que tenga esta costumbre de llorar, o no tenemos una relación tan íntima como para que me lo haya dicho; cuando me cruzo en el rellano o en las escaleras con alguna cara que no tengo tan fichada, me pregunto si será esa la cara de la persona a la cual escucho llorar a través de mis paredes, qué podría hacer yo y, llegados hasta aquí, qué tienen de particular los momentos en los que no llora en relación con los que sí. No puedo ser la única de mi bloque que escucha cómo llora, imagino, y eso me devuelve otras preguntas: ¿qué pensarán los demás y qué valorarán hacer? ¿Habrá alguien que sí que conozca la identidad de este vecino? ¿Vivirá solo o, cuando llora, un compañero, pareja o amigo reposará en otra habitación separada por un pasillo, acostumbrado cruelmente o con dolor al llanto, sabiéndose incapaz de hacer nada? ¿Qué hacemos cuando vemos llorar a alguien en la calle, en un banco o una terraza?
Deduzco, por su timbre al emitir lágrimas, que no son lágrimas de felicidad. ¿Le resultará una molestia la música que me pongo, cuando coincide con los sollozos? ¿Será consciente de que en el bloque hay quien lo escucha, quien piensa en él mientras llora, o el momento justo de llorar absorbe tanto la luz y la atención, vórtice del agujero negro, hasta sumirlo en la soledad imposible de una isla?
Hace unos años la poeta Heather Christie publicó El libro de las lágrimas. Cuenta en él cómo Yi-Fei Chen, una estudiante holandesa de diseño, “construyó una pistola de latón que recoge, congela y dispara lágrimas: diminutas balas heladas. Chen presentó el objeto en su graduación, donde aceptó la invitación de apuntar al director de su departamento”. O explica que, en un poema, el autor Ross Gay conjetura que el verbo inglés weep “se refiere al sonido preciso de una flor al abrirse / y al diminuto estruendo / de una semilla al partirse en la oscuridad”.

Este año he llorado más de risa que de tristeza: recuerdo llorar brutalmente por la tarde tras una discusión con una amiga, lloré hace unos días con la escena más bonita de Cuatro bodas y un funeral —quien la haya visto sabrá, incontestablemente, a cuál me refiero—; lloré riéndome en el Teatro de la Abadía con una extraordinaria obra de Berta Prieto. Pero llora el vecino de arriba y recuerdo varias cosas: que la depresión es una enfermedad no siempre silenciosa, pero sí excesivamente solitaria, y que ni cuando queremos ni cuando podemos llegamos en ocasiones a ofrecer las manos tendidas o luces que anhelaríamos; que hay tanta gente en el mundo, por los más diversos motivos, cuyos días están repletos de lágrimas tristes, lágrimas de miseria, o cuya cotidianeidad incluso se ha convertido en el hecho de llorar, como hay quien directamente no llora o se siente incapaz, incluso fisiológicamente.
La discusión sobre la salud mental ha quedado apartada de nuestra lista de prioridades, aunque en 2025 la gente no se sienta exactamente menos sola que después de la pandemia, aunque tampoco es que estemos mejor; normalizamos lo terrible, nos acostumbramos a ello. Me irrita que la mayoría de veces que hablamos de la depresión se quede en una cuestión declarativa, de quien ha pasado por ello y enuncia querer resistirse al estigma, como estigmático parece pasar o no pasar por terapia.
¿Qué significa, en realidad? ¿Qué preguntas nos estamos haciendo con respecto a esa soledad, cómo se infiltra en la construcción de la sociedad contemporánea, en la estructura y arquitectura de los pisos y ciudades que habitamos, en cómo estas se convierten en ciudades alegres o amables u hostiles y despiadadas? No sé quién es mi vecino que llora, pero quizá, en los milagros de la transmisión textual, el mío, o cualquier vecina que llora, o cualquier vecino que llora, podría leer esta columna y saber que hay alguien preguntándose, inquietándose; gente en el mundo que piensa en todas las lágrimas que se vierten. La política, en lo cotidiano, también debería de ser eso: hacerse cargo de la soledad humana, sobre todo de quien piensa, y se equivoca, que llora solo.



