La decisión del Gobierno respecto a la OPA del BBVA sobre el Sabadell, en su cuestión de fondo, no ha podido sorprender a los que hayan venido siguiendo el proceso. Ya, desde el minuto uno, sin ambages, con reiteración, agotando los argumentos, todo el nutrido coro de voces del Gobierno de la nación ha repetido una y otra vez que no tragaban con una operación, a la que sólo veían aspectos negativos. A esas voces bien entonadas, pronto se unieron las del poderoso y variado entorno catalán, con Salvador Illa a la cabeza, con los partidos separatistas y sus votos de la mayoría del Congreso, con las patronales que fomentan el trabajo, con los sindicatos subvencionados. Es decir, todo el poder político y todo el poder catalán, que es mucho decir en esta España derrotada, ya habían dicho que verdes las habían segado.
La decisión tampoco ha podido sorprender por el formato y el contenido retórico, eso que los modernos llaman el relato, una de las especialidades de la maquinaria industrial monclovita. Con cara de no haber roto un plato, el relajado y habitualmente mal afeitado ministro de Economía, Carlos Cuerpo Caballero, explicó con toda pachorra y lujo de detalles que la condición que había puesto el Gobierno “no obstaculiza que la operación siga en curso”. Me hubiera gustado ver la cara de Carlos Torres y de su consejo, de los accionistas institucionales y minoritarios del otrora banco vasco al escuchar estas premonitorias palabras del extremeño. Y la condición no es ni más ni menos que diferir por 3 o 5 años la fusión entre ambas entidades, impidiendo ajustes de plantillas, cierres de sucursales, conservando la personalidad jurídica y patrimonio separados y la gestión autónoma. No perdamos de vista que BBVA tiene en España 29.000 trabajadores y 1.881 oficinas por 14.000 empleados y 1.164 sucursales del Sabadell. Es tanto como decir, que un particular compra una vivienda, pero que no la podrá utilizar en los próximos 3 o 5 años. Para pensárselo dos veces antes del ir al registrador.
Algunos malpensados, entre los que mi bonhomía y credulidad me impide figurar, pueden decir que estamos ante otro caso de intervencionismo gubernamental. Otros podrán señalar que al Gobierno sólo le gustan las muchas operaciones diseñadas por él mismo. Y citarán, perversa e injustificadamente, un rosario de ejemplos como Telefónica, Indra, Escribano, Prisa, Talgo, Naturgy, etc. Pero si escuchamos la voz de Cuerpo Caballero y sus ricos argumentos veremos que no es así. El Gobierno única y exclusivamente ha cimentado esta decisión en, como es su santa obligación, el interés general de todos los españoles a través de cinco benefactores criterios: protección de los trabajadores, mantenimiento de la cohesión territorial, de la política social de las entidades, conservación de los objetivos de regulación y promoción de la investigación y del desarrollo tecnológico. Nadie puede atreverse a discutir la calidad y nobleza de criterios y objetivos. Y eso después de la democrática e ingente tarea de someter la cuestión ni más ni menos que a una consulta popular para demostrar que este Gobierno es el más participativo del mundo. Y, si no bastase con eso, el Gobierno en su abnegada labor, ya se ha comprometido a que vigilará y supervisará el proceso con denuedo con el ánimo de que ningún detalle quede ajeno a su control.
De nuevo, algunos malpensados, siempre ácidos y corrosivos, argüirán que por qué razones estos mismos criterios de interés general no se tuvieron en cuenta cuando la catalana Caixa se tragó de un sorbo Bankia y todos sus originales de Caja Madrid, Bancaja, Caja de Canarias, Caja de Avila, Caja Segovia, Caja Rioja y Caixa Laietana. Bankia también tenía trabajadores, sucursales, obra social e investigación. Todo quedó bajo la égida de los dueños de las torres negras y aquí paz y después gloria. El interés general de los españoles, empezando por los catalanes, justificaba sobradamente esa permisividad.
Es decir, el Gobierno hace una OPA en diferido y, siguiendo con las metáforas televisivas, puede llevarla a negro. No me atrevo a presumir qué hará la dirección del BBVA. Puede continuar con la operación y acatar el corsé del Gobierno, puede abandonarla y, también, puede plantear una demanda ante el Supremo contra la decisión del Gobierno por extralimitarse en sus funciones.
Muchos expertos ven que la operación mantendría una lógica industrial, pero ya no tanto económica. Las sinergias previstas de 300 millones por ajuste de oficinas y plantilla quedarían olvidadas, aunque se podrían mantener las tecnológicas, estimadas en unos 450 millones. Los dirigentes del BBVA habían declarado la posibilidad de seguir con la operación, aunque no se pudiera completar la fusión en ambas entidades. Evidentemente, no es lo mismo una hipótesis que la materialización de esta realidad.
Tampoco es una sorpresa que decisión del Gobierno no se acoja a esos criterios tan europeos de fortalecer el mercado financiero mediante la unión bancaria y la concentración de entidades. La Comisión, atenta a la situación desde hace meses, ya ha avisado que no dudará en utilizar sus poderes para eliminar “cualquier restricción injustificada al mercado único impuesta por los Estados miembro”. Como era de esperar, el Gobierno español no se reconoce en este criterio. Pero si Bruselas sigue en sus trece, podría verse denunciado ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).
En esta última semana, hemos asistido a dos decisiones del Gobierno de Pedro Sánchez que no sólo han llamado poderosamente la atención de los líderes europeos y de la prensa internacional, sino que deja en una posición embarazosa la imagen exterior de una potencia media como España ante sus socios políticos, económicos y militares. Por supuesto, la injerencia en la OPA del BBVA y, sin duda, esa especie de “excepción ibérica” con los compromisos de la OTAN. No es lo que espera de un país serio y de un socio fiable.