Canta Rosalía en su hit “Saoko”, en plan trasunto ultramoderno de Walt Whitman: “Me contradigo, / yo me transformo, / soy toa’ las cosa’”. Sucede que, como el decimonónico poeta y enfermero estadounidense, esta artista catalana, españolaza y universal, esta diva inmensa que, ya con siete años, hizo llorar al personal que acudió a una fiesta familiar con sus quejíos infantiles pero arcanos, contiene multitudes y las pule con duende, esfuerzo, riesgo y honestidad. Ninfa, fiera y motomami –moto, en japonés, significa “más duro, más fuerte”–, es capaz de, con una canción, dejarte el corazón como un espejo roto para, con la siguiente, ponerte a perrear hasta el disloque de la cadera. Hibridando a Carmen Amaya y a Kayne West, a Juana la del Pipa y a Ozuna, el flamenco con el reguetón, y con la bachata, y con el bolero, y con el rap, y con el R&B, etcétera.
Emana del arte de Rosalía un espíritu como de Medea dionisíaca, de mujer trágica y, a la vez, poderosa, tirá p’alante y con flow. Descubrió a Camarón en la adolescencia temprana, echando una tarde en el parque con los colegas. Actuó en bares y en bodas y, cuando tenía quince años, la rechazó un programa de Telecinco, un concurso de esos que, presuntamente, busca talentos. Se graduó con honores en la Escuela Superior de Música de Cataluña y, mientras se formaba, se dejó la voz literalmente, teniendo que operarse de una de sus cuerdas vocales debido a las “prácticas intensas de canto”. Acaparó una legión de miradas con su primer disco, Los ángeles, encandilando a la tropa con un fogonazo de desconcierto y de verdad, y asaltó los cielos con su segundo álbum, el fabuloso El mal querer, un lifting brutal, urbano y electrónico del cante jondo, con el que embrujó a medio mundo con pepinazos como “Malamente” o “Pienso en tu mirá”.
Augur con olfato financiero, supo leer el signo de los tiempos, se zambulló en la piscina del reguetón y emparentó con el rey Midas. Volvió a triunfar con su tercer LP, Motomami, un experimento inteligente y arriesgado con el que sus fans enloquecieron y que disgustó a algún que otro crítico purista/pureta. Tiene más premios que Copas de Europa el Real Madrid –Grammy Latino, Grammy, MTV, UK Music Video Awards…– y, bien merecido, se baña en billetes. Ha declarado que prefiere “el oro a la plata, el chándal a los vaqueros y las uñas largas a las cortas”. Su carrera no se entiende sin su hermana, La Pili, su estilista y directora creativa. Metió el siguiente mensaje de audio de su abuela en su último trabajo de larga duración: “La familia siempre es importante, lo más importante después de Dios”. Ha tenido una pila de novios famosos con el que revistas y programas del corazón han hecho su agosto: C. Tangana, Hunter Schafer, Rauw Alejandro. Ahora, sale con el actor Jeremy Allen-White, el protagonista de la serie The Bear. Su vida sentimental me la trae al pairo, si bien es cierto que las heridas autobiográficas han calado en su cancionero, y eso sí que me hace tilín, aunque, exclusivamente, desde el punto de vista artístico. En fin, que larga vida a Rosalía, ese monstruo de la música que va sobrada de, como canta el gran Bunbury, “ese no sé qué / que no sé lo que es / y es lo único que importa”.