Me había prometido a mi misma no volver jamás a una casa de empeños. Sé que cuando vas es porque has tocado fondo hace más tiempo del que quieres reconocer. Paso a menudo por la puerta y contemplo ese cementerio de buenas intenciones que es el escaparate. “Ir a comprar no es ir a vender”, me digo. La semana pasada tuve que ir a por una lámpara y entré, como pasa siempre en estos sitios, con el carrito de la compra. La gente se encorva sobre los objetos que examina. Los miran (los miramos) como quien los olisquea. Se les buscan taras y virtudes entre carteles de “pagamos el mejor precio de la ciudad”. Comprando esa lámpara me acordé de cuando fui a vender mis películas y el dependiente me pidió que me las quedara “son demasiado buenas para lo que te vamos a dar”. Me convenció de mantener algunas en mi poder, y no me arrepiento. ¿Cuánto me duró ese dinero? No lo recuerdo. Pero los DVD de Herzog los sigo disfrutando de cuando en cuando.
Hoy tuve que regresar a la casa de empeños, primero a devolver la lámpara y luego a vender algunos enseres a los que ya no saco partido. El sitio donde compran los objetos está separado del sitio donde los venden. Allí estábamos los dependientes, dos caballeros con pinta de dormir en la calle, y yo. Siendo la última pude ver el destino que tienen los objetos que tiramos a la rue; el primer hombre se fue de allí con un billete de cinco y alguna moneda. Le despidieron con la misma familiaridad con la que saludaron al segundo, a quien llamaron por su nombre. Les llevaba una plancha eléctrica. “Vamos a ver qué tal”. La plancha se encendía, pero echaba agua. “No te podemos comprar esto”. “¿Y al peso?”. El dependiente se fue a pesar el trasto y le dio unos euros a este señor de manos y mirada resquebrajadas. “No ha habido suerte hoy”, le dijeron.
Llegó mi turno y fui vaciando mi carrito de la compra: un banjo de seis cuerdas que compré pese a la recomendación de adquirir uno de cuatro, una campana de salsa que a tantas ediciones de la Cutrecon me ha acompañado, mi primera cámara de fotos digital, mi vieja Canon con su objetivo macro, una impresora que no uso desde 2012, y un palo de marcha sueca. Pensaba que me iría de allí con unos doscientos euros. Cada comprobación en el ordenador iba rebajando mis expectativas. Era consciente de que no me daría para pagar los autónomos de diciembre, pero no esperaba que no quisieran ni la cámara de fotos ni la impresora. Lo que cogieron lo revenderán por mucho más de lo que me han dado, y lo que no he vendido lo guardaré para plantearme tirarlo dentro de otros quince años.
Mientras el amable dependiente tasaba mis pertenencias a la baja yo me acordaba de la frase de Mr. Micawber en David Copperfield, y de las pocas veces que he sido capaz de aplicarla. “Renta anual de 20 libras, gasto anual de 19. Resultado, felicidad. Renta anual de 20 libras, gasto anual de 20 libras y cinco chelines. Resultado, miseria”. Me despedí con el carro aún medio lleno, y 85€ en la cartera. Fui a por un buen pijama de franela y no lo compré, por costar la mitad de lo que he sacado. Volví a casa esquivando las calles abiertas donde sopla fuerte el viento, e hice cálculos mentales de lo que necesito para subsanar esas goteras económicas que, no importa por dónde tape, vuelven a salir a los pocos meses. Las soluciones más realistas son el bingo, la lotería, o emprender alguna otra vía económica paralela que me lleve más tiempo del que jamás monetizaré (varias personas me han sugerido hacer un podcast o abrir un canal de YouTube). No pinta bien la cosa. No sé cuándo se solucionará mi situación, ni atisbo a ver si tiene remedio o si esto de tener temporadas buenas y temporadas de miseria es una situación consustancial a mi persona. Me he vuelvo a jurar a mi misma que, esta vez sí, no habrá próxima visita a la casa de empeños, ni siquiera para gastar el vale de 5,60€ que me han dado al devolver la dichosa lámpara que en qué hora fui a comprar.


