Isabelle Le Galo: “Esto no va de quién es más oprimida. O vamos todas, o no va nadie”

La historia de Isabelle Le Galo, secretaria general del Comité Económico y Social Europeo, es una vida atravesada por la pérdida, la resistencia y el compromiso con la diversidad y la democracia

Un drama sacudió a la familia Flores, de Navas del Madroño (Cáceres), en la Navidad de 1937. “Llegaron a casa, se llevaron a mi bisabuelo y el 15 de enero del 38 lo fusilaron”, recuerda Le Galo. Su bisabuela, viuda con cinco hijos, cayó en la miseria, pero logró sacarlos adelante sola, con esfuerzo, coraje y dignidad. “Mi madre no pudo estudiar -relata-, pero es la persona más inteligente que he conocido. He estado cerca de gente brillante, reconocidas por su talento, pero nadie me ha enseñado tanto como ella”.

Allí donde hay una herida, hay una historia que contar. Y la vida de Isabelle Le Galo Flores lleva la marca de varias cicatrices que narran su historia personal, pero que explican la firmeza con la que hoy defiende los derechos humanos y la diversidad en Europa.

Una de las primeras lecciones de su madre llegó cuando tenía apenas ocho años. Intentaba recitar, a trompicones, una fábula de La Fontaine: “Maître Corbeau, sur un arbre perché, tenait en son bec un fromage…”. Su madre la interrumpió: “Así no se dice un poema. Hay que sentir lo que estás contando”. No la dejó marcharse hasta que lo hizo con intención. Al día siguiente, Isabelle recitó el poema con emoción ante toda la clase. “Algo pasó. Todos estaban atentos… y terminé recibiendo un aplauso.”

“¿Qué aprendí? Primero, la inteligencia de mi madre. Su sensibilidad tan afinada, a pesar de no haber podido estudiar. Me enseñó a recitar en un idioma que no era el suyo. Y segundo, que a todo hay que ponerle pasión. Para llorar, siempre hay tiempo”.

Lo dice alguien que ha llorado muchísimo. Sobre todo, tras la muerte de su madre. El duelo le duró tres años, y aunque sabe que esa cicatriz siempre supura, Isabelle ya no era Isabelle. Aprendió entonces que la vida, a veces, reparte golpes. Y que alguno, por pura estadística, te cae. La mujer fuerte, brillante, políglota, que había vivido en veinte países y siempre había tirado hacia adelante, se descubrió vulnerable. “Y entendí que no importa lo mucho que luches, que a veces te toca asumir la pérdida”.

En ese proceso también se separó del padre de sus hijas, a quien conoció mientras estudiaba matemáticas, filosofía, ciencias políticas… y soñaba con ser astronauta. Pero encontró su primer empleo en la tierra, en Medtronic, una multinacional médica que mejora la vida de pacientes con enfermedades graves. “Me encantaba porque salvábamos vidas”.

Y decidió que quería dejar un legado. Empezó a colaborar con ONGs que acompañaban a niños, muchos de ellos en cuidados paliativos o esperando operaciones de vida o muerte. Jodida tarea la suya, convivir con el horror. “Esas historias me marcaron. Me ayudaron a relativizarlo todo”. Ese impulso vital la llevó a dirigir la Fundación Daniel y Nina Carasso, vinculada a los herederos de Danone. “Volví a las matemáticas, pero desde otro ángulo: cómo se mide el cambio social, cómo se gestionan transformaciones estructurales. Fue una etapa preciosa, creativa, de aprendizaje colectivo”.

Pasó una década y empezó a sentir que debía ir un paso más allá. Hizo un máster en liderazgo social, otro en asuntos europeos. “Todo en un año”, matiza. Y los astros, esos que no ha conseguido ver desde el espacio, se alienaron. “Apareció la vacante en el Comité Económico y Social Europeo”, explica. Desde su paso por Sciences Po intuía que ese órgano era clave en el modelo democrático europeo. “Y pensé, ahí es donde quiero llevar todo este recorrido de sociedad civil organizada”.

Pero, como en toda historia de una matemática, también aquí se planteaba un problema complejo: nadie que no fuera un veterano de las instituciones europeas solía acceder a ese tipo de puestos. “Era como disparar desde Madrid a una diana en Bruselas con una escopeta”, relata con humor. Aun así, como buena matemática, lo consiguió. “Lo sentía. Sabía que iba a pasar”.

Al llegar a Bruselas se topó con otra realidad, la invisibilidad de las lesbianas. Lo mismo que descubrió a los 37 años, cuando se enamoró por primera vez de una mujer. “Llegué a esa relación con el privilegio de quien siempre había sido vista como parte de la mayoría. Nadie me había mirado mal por darle la mano a un hombre. Y, de pronto… tuve que defender mi espacio”. Descubrió entonces que el amor, cuando no encaja en la norma, deja de celebrarse.

Desde su rol institucional, impulsa lo que llama la “revolución gris”, transformar desde dentro, desde lo jurídico, desde lo administrativo, con gestos que visibilizan sin estridencias. “Cuando no se visibiliza a los aliados, parece que la mayoría no está con nosotras. Y eso no es verdad”.

A Isabelle le preocupa la desinformación, la polarización, las campañas diseñadas para dividir. “Nos están fragmentando. Y si nos dividen, perdemos todas. Esto no va de quién es más oprimida. O vamos todas, o no va nadie”. Lo dice con convicción, como quien lanza una advertencia urgente. “La democracia, la igualdad, la paz… son un castillo de arena. Si se desmorona una esquina, se viene todo abajo. Esto es sociología de la lucha: donde algo nos divide, perdemos”.

En esa lucha, que es política pero también personal, Isabelle Le Galo defiende un modelo europeo que proteja, que cuide, que incluya. “¿Qué otro modelo democrático invierte tanto en construir la paz desde la estabilidad social? Este. Y lo están intentando romper desde dentro”.

Por eso sigue. Por eso insiste. Porque todo empieza por atreverse a contar la propia historia. Aunque duela. Aunque incomode.

Y cuando lo hace, cuando se atreve a contarla, no sólo emerge el perfil de una alta funcionaria europea. Aparece la niña que aprendió a recitar sintiendo. La hija que lloró durante años a su madre. La madre de tres hijas -Zoé, Thaïs y Cléa- que son tribu. La mujer que se enamoró profundamente, aunque el mundo no estuviera preparado. La que entendió que amar también es un acto político. Que defender a todas es defenderse una misma.

A veces, dice, la vida te rompe. Pero también te abre. Y es desde esa grieta, desde ese temblor, desde donde hoy construye. Con pasión. Con ternura. Y con la certeza de que ninguna transformación vale la pena si no incluye todas las voces. Incluso la más callada.

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