Me he resistido durante mucho tiempo a escribir sobre la guerra porque me duele bastante. Sufro con las bombas, ese humo negro y denso, los muertos y heridos, su sangre, las familias destrozadas, los niños abandonados, los edificios derruidos, la pobreza, el hambre, la desolación, el llanto desconsolado y, por supuesto, con el pasotismo de algunas personas ante las barbaries que se cometen.
El otro día mis amigas comentaban que lo peor es que seguimos viviendo como si nada. Y, por desgracia, así es. Nos levantamos, vamos a trabajar, con suerte quedamos para tomar algo, vemos una serie y a la cama. No ponemos ni el informativo. No vaya a ser que nos enteremos de alguna desgracia que nos revuelva el estómago. Hay personas a nuestro alrededor con problemas graves, pero la mayoría seguimos enfangados en nuestras pequeñas miserias. No desmerezco ni lo uno ni lo otro, pero habría que vernos en plena destrucción.
El 19 de enero entró en vigor el alto al fuego en Gaza. Tras 15 meses de conflicto llegó un respiro para la población, la ayuda humanitaria, la liberación de rehenes… Son algunos de los pasos establecidos en esta tregua. En marzo comenzará otra fase y veo la situación realmente frágil.
Lo pensé al acudir hace unas semanas a una jornada poética en la Sala Mirador de Madrid donde la actriz Nur Levi leyó fragmentos de Lo que haré, un poema de la palestina Suheir Hammad. Su voz se eleva como un himno frente al caos reinante: “No voy a bailar al son de tu tambor de guerra (…) No voy a bailar a tu ritmo. Conozco ese ritmo. Es inerte”.
Ella defiende que “la vida es un derecho; no es colateral o casual”. Y expresa así su decisión: “Voy a construir mi propio tambor, reunir a mis seres queridos cerca y nuestro canto será baile. Nuestro rumor será tambor. No voy a ser un juego. No voy a prestar mi nombre ni mi ritmo a tu son. Bailaré y resistiré. Bailaré y persistiré. Este latido suena más alto que la muerte. Tu tambor de guerra no suena más alto que esta respiración”.
Estas palabras tratan de despertar conciencias y, al escucharlas, uno sale envalentonado, dispuesto a todo. Aunque pronto se ve sepultado por la magnitud de los acontecimientos y se siente impotente. Eso me sucedió hace tres años con la invasión rusa a Ucrania. No me cabía en la cabeza que los ciudadanos, envueltos en sus quehaceres, se despertasen un jueves con el ruido de las explosiones. Al principio, las caras eran de estupefacción. Sin embargo, al final de aquella jornada, los ojos desprendían el terrible brillo del miedo. El derecho a la seguridad se nos quebró. Fue allí, pero podría haber sido aquí o en cualquier otro país vecino. Es terrible que las distopías se conviertan en realidad. Y se permita.
Aunque ahora dice Donald Trump que viene a arreglarlo. Washington y Moscú han comenzado a buscar una salida sin contar con Kiev y la Unión Europea. Parece que el movimiento ha servido para que los líderes europeos despierten. Más les vale implicarse para no perder su espacio y, sobre todo, su credibilidad.
En la cumbre que protagonizaron ayer anunciaron más ayudas millonarias y están dándole vueltas a nuevas fórmulas para aumentar la inversión en defensa. El debate ya está también en España y el jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez, tendrá que lidiarlo con sus socios.
Por cierto, que ayer se hizo la foto con el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski. Prometió más fondos, pero no quiso hablar del envío de fuerzas de paz. “Poco a poco”, dijo. De modo que se barrunta una época difícil y para afrontarla se agradece que, al menos, el Gobierno y el Partido Popular coincidan en que no se puede beneficiar al agresor.
No soy analista internacional y seguro que me faltan datos para opinar. Suele ser mejor hablar desde el conocimiento que desde las vísceras, aunque en este caso me muevo por lo segundo y tengo claro que lo que ocurre en estas zonas, y en otras muchas que no salen en las noticias, no nos debería dejar indiferentes. No toleremos la violencia, la crueldad y la falta de humanidad. Siempre decimos que hemos aprendido la lección del pasado y es falso. Las víctimas civiles deberían aplastarnos como una losa.
Por eso, cuando todos nuestros mandatarios reclaman una paz justa y duradera, pido perdón por mi escepticismo y por no ser capaz de invocar sin más la imagen de la paloma blanca portando en el pico una rama de olivo. Primero hay que llegar a alcanzarla y luego saber mantenerla.
Además, no olvidemos que tras la devastación se abre un nuevo proceso. También lo resaltó Nur Levi sobre el escenario recitando Fin y principio de Wislawa Szymborska. Queda patente que cuando acaba el horror no resulta sencillo sanar las heridas: “Después de cada guerra alguien tiene que limpiar. No se van a ordenar solas las cosas, digo yo. Alguien debe echar los escombros a la cuneta para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres (…) Alguien tiene que arrastrar una viga para apuntalar un muro, alguien poner un cristal en la ventana y la puerta en sus goznes. Eso de fotogénico tiene poco y requiere años. Todas las cámaras se han ido ya a otra guerra”.