Hace unos días murió Diane Keaton, la actriz estadounidense que a todos los cinéfilos nos ha dejado personajes que nunca olvidaremos, como Kay, la mujer de Michael Corleone en El Padrino o, por supuesto, la inolvidable Annie Hall, la pareja de Alvy Singer en la película homónima de Woody Allen y mi personaje favorito de todos los que interpretó a lo largo de su carrera.
La primera vez que vi Annie Hall fue en los años noventa, cuando yo tenía veinte alguno. Entonces la película tenía casi mi edad, pues había sido rodada en 1977. Y digo la primera vez, porque a lo largo de los años han sido incontables las veces que he vuelto a ver esta película, y eso que no es mi película favorita de Woody Allen.
Bueno, pues yo tenía veintitantos años cuando conocí a Annie Hall, el personaje que interpretaba Diane Keaton en la película y el flechazo que sentí por esa forma de estar en el mundo fue inmediato, y es que Annie Hall era divertida, libre, ligera. Una mujer única, para muchos alocada, para otros fuera de lugar, para mí una mujer maravillosa.
He de reconocer que siempre he sentido inclinación por las mujeres que van contracorriente y se salen de los estándares y quizá por ello siempre he sentido predilección, entre todas las actrices, por Katherine Hepburn (sí, Katherine, no Audrey) y por Diane Keaton, dos mujeres que a lo largo del tiempo decidieron vivir la vida que quisieron vivir sin pararse a pensar si esa era la vida que correspondía a una mujer en cualquiera de sus momentos vitales y siempre fueron la excepción a un estándar impuesto a las mujeres en la industria donde ellas trabajaban, la industria del cine en Hollywood. No sólo eso, ver cómo ambas se hicieron mayores y fueron envejeciendo ha sido siempre un ejemplo para mí de cómo es posible conducirse por la vida siendo mujer y transitar por caminos por donde no va todo el mundo.

Hace tres semanas, al morir Robert Redford, escribí una columna dedicada a él. Entonces intentaba explicar cómo este actor me había acompañado a lo largo de mi vida con sus películas, como actor y como director, formaba parte de mi vida porque formaba parte de mi imaginario. Explicaba que él había muerto y su obra seguía, sigue conmigo, con todos los que le admiramos, pero que es inevitable sentir una especie de orfandad cuando empiezas a ser testigo de cómo todos los que han formado parte de tu mundo particular, de tu imaginario, ya sean actores, directores, escritores, músicos, van dejando este mundo, esta Tierra que habitamos. Y sientes esa orfandad y sientes en el fondo que tu mundo está desapareciendo, que quizá ya ha desaparecido, pero no te has dado cuenta todavía. Algo así vuelvo a sentir al desaparecer Diane Keaton. Y lo que me queda, y lo que nos queda.
Diane Keaton se fue, pero Annie Hall se queda. Igual que Robert Redford se fue, pero quedaron sus personajes, sus películas, su legado, su forma de ver el mundo y vivir en él. Diane Keaton se fue, pero también se queda su manera de hacerse mayor, de mostrarnos cómo los años pasaban por ella y ella por los años con un humor que también nos acompañará, aunque ella ya no esté.
“El humor nos ayuda a superar la vida con un mínimo de gracia. Ofrece una de las pocas formas benignas de hacer frente a lo absurdo de todo”. Totalmente de acuerdo, qué haríamos sin humor, ese humor que nos salva a tantos tantas veces.
“No necesito parecerme a nadie. Nunca sentí la necesidad de encajar, y cuando por fin lo acepté, todo se volvió más fácil. Me visto como quiero, río cuando me da la gana y no pido permiso para ser quien soy. La autenticidad no siempre te hará popular, pero sí te dará paz. Y créeme, cuando una mujer tiene paz con ella misma, se vuelve indestructible”.
Hasta siempre, Diane Keaton. Inolvidable Diane, inolvidable Annie Hall.
Para siempre Annie Hall.