Me gusta mucho Robert Redford. Su rubio espeso, de acuarela, que pareció acompañarle hasta el final. Su pelo icónico, casi más que su mirada. Me gusta, aunque siempre me han enamorado los morenos a lo Marlon Brando, en camiseta a ser posible, como en Un tranvía llamado deseo. Crecí viendo cine clásico en la televisión, junto a mis padres, cinéfilos empedernidos, de los de estreno en la Gran Vía todos los domingos cuando los noviazgos lucían trajes de chaqueta, faldas midi, zapatos destalonados y bolsos duros que se cuelgan con la asita de la muñeca. Crecí enamorada de Montgomery Clit, de Cary Grant en Encadenados, esa película que rodó con Hitchcock, junto a Ingrid Bergman; de Dana Andrews en Laura. Crecí inmersa en el blanco y negro de aquella televisión marca Zenith, digna de salir en un episodio de Cuéntame, donde los descubrí a todos. A mi hermana y a mí nos costó lo suyo convencer a mi padre de que pasáramos al color, pero lo conseguimos. Compró una Grundig con mando a distancia que era por entonces el colmo de la modernidad. Fue gracias a ella que descubrí los ojos azules de Robert Redford. Los ojos azules del que fue su compañero en varias películas icónicas y un gran amigo: Paul Newman. Quién era más guapo de los dos era una pregunta clásica, por lo visto. Yo crecí oyendo a mi madre decir que prefería a Paul, y en camiseta —hay gustos que se maman– como en aquella película: El largo y cálido verano. No recuerdo a Robert Redford en ninguna escena que luciera esta prenda tan deseada en el sector femenino de mi familia, pero no importa. La primera vez que Robert me sedujo se lanzó a caminar descalzo por el parque junto a Jane Fonda. Era una pareja pop, muy american way of live, muy Nueva York. Una ya estaba deseando crecer y volar a la Big Apple, y a ser posible por Iberia como cantaba José Luis Perales en la época. Luego vimos en la Grundig Dos hombres y un destino, El Golpe o Todos los hombres del presidente, junto al también inolvidable Dustin Hoffman. Tuve que esperar hasta 1985 para ver a Redford en pantalla grande. Cuando se estrenó Memorias de África, la Grundig había muerto y vivíamos en la modernidad de Philips. Esta película me dejó huella. Yo tenía una granja en África al pie de las colinas de Gong, es uno de esos principios literarios de manual narrativo, un principio que te viene a los labios de vez en cuando sin saber por qué. Redford interpretaba a Denys Fich Hatton y le lavaba el pelo a Meryl Streep, convertida en Karen Blixen, en una escena tan sensual como bella. Un león ha muerto, descanse en paz, ha declarado la actriz tras la noticia del fallecimiento de su compañero. Quizá también pensaba en aquel león de melena dorada que visitaba la tumba de Finch Hatton, al alba y al crepúsculo.
Robert Redford tenía ese charm irresistible que viene de cuna. Un don para actuar y una sensibilidad profundamente humana para dirigir. Gente corriente fue una película que me atravesó en mi adolescencia, un referente que le valió un Oscar como director. Redford representaba unos valores éticos y un compromiso con sus ideas que iban más allá de los neones superficiales del estrellato. Era imposible no sucumbir. Jane Fonda ha declarado que representaba una América por la que había que seguir luchando. Imagino que se refiere a una América dispuesta a dialogar, más ecuánime, que no se queda en el histrionismo y la prepotencia.
Nada hay como morirse para ser elevado a la categoría de mártir o de mito. Pero Robert Redford ya era mito viviente antes de que nos dejara este pasado lunes en su cama de Utah. Su legado permanecerá. Sus películas como actor y director. Su apuesta por el cine independiente con la creación del festival de Sundance —Tarantino proyecto en 1992 su Reservois Dogs—. Su talento y compromiso abrieron camino al talento de otros.
Robert Redford se fue, pero se queda.