Diane Keaton ha muerto a los 79 años y con ella se ha ido una de las actrices más inteligentes, carismáticas y singulares que ha tenido Hollywood. Su nombre ha significado mucho más que una filmografía brillante; ha representado una forma de estar en el mundo, de reírse de él y de sí misma, con una mezcla de ironía, ternura y lucidez que pocos han sabido imitar.
Ha sido una de las grandes actrices de su generación -se dio a conocer en El Padrino pero siempre será nuestra Annie Hall- y probablemente de la historia del cine. Su marcha nos deja una sensación de extraña quietud, como si la pantalla hubiese perdido algo de su luz natural.

Nacida en plena generación del Baby Boom, la icónica actriz perteneció a ese grupo de intérpretes que crecieron con la certeza de que el mundo podía reinventarse. Su manera de vestir acompañó siempre esa autenticidad que tanto la caracterizó; una mujer que entendió la ropa como lenguaje.
Nunca necesitó que nadie le dijese qué ponerse. En los años setenta, cuando Hollywood seguía vistiendo a las mujeres como si la inteligencia fuese un defecto, apareció con una corbata mal anudada, un sombrero masculino y una sonrisa de quien sabe que ha ganado sin jugar la partida.

Desde entonces, su manera de vestir fue una forma de actuar sin guion. Los trajes amplios, los sombreros, las camisas blancas y los guantes han formado parte de una estética que ha desafiado las convenciones sin necesidad de proclamarlas.
En un momento en que la feminidad se medía por centímetros de falda, Diane Keaton decidió que la suya empezaba en la cintura de un pantalón de pinzas
No inventó el traje masculino para mujeres, pero lo hizo suyo y lo llenó de torpeza encantadora, de una elegancia que no necesitaba permiso. Venía de la tradición de Marlene Dietrich o Katharine Hepburn, pero sin su distancia aristocrática. En ella, el pantalón ancho era comodidad, no provocación; un uniforme para moverse por el mundo sin que la ropa la estorbara.

Desde su irrupción en los años setenta encarnó una forma de ser mujer distinta. Annie Hall fue su accidente feliz. “Déjala. Es un genio. Déjala ser, que vista como quiera”, le dijo Woody Allen a Ruth Morley, diseñadora de vestuario de la cinta, cuando vio que la actriz con sus pantalones anchos. Desde entonces, ha sido imposible distinguir dónde terminaba la mujer y empezaba la actriz. Lo que llevaba puesto en la película era, en gran parte, suyo: ropa de su armario y sin asesoría de nadie. Ralph Lauren aprovechó la oportunidad y bautizó el fenómeno como “efecto Keaton”. Desde entonces, medio planeta quiso vestirse como una chica que parecía no haberse peinado.
“Me enamoré de ella más o menos al mismo tiempo que todos los demás -con Annie Hall-, porque tenía la corriente de conciencia de un colibrí. Está aquí, luego allí, después arriba… ¿y dónde está ahora? Está en vuelo, y cuando aterriza… te detiene el corazón”, dijo Meryl Streep sobre ella en una ocasión.

Su filmografía es, en realidad, una línea de tiempo de su armario. En Reds (1981), una película política y romántica a partes iguales, ya estaba ahí la Keaton de las capas y los abrigos largos. En Manhattan (1979), entre el blanco y negro de Woody Allen, llevaba el mismo aire de intelectual despistada con chaleco y gafas, mezcla de ironía y ternura que se convirtió en marca registrada.
Una de sus mejores películas fue Baby Boom (1987), donde se convirtió en la mujer moderna, ejecutiva de los ochenta, que no renunciaba ni a la maternidad ni a la ambición. Trajes de hombros anchos, camisas blancas, abrigos camel y una seguridad que se adelantó décadas al discurso feminista. En El padre de la novia (1991 y 1995) domesticó su excentricidad: trajes crema, faldas midi, americana de corte clásico, el estilo de una mujer que controla el caos familiar con un café en la mano.

En El club de las primeras esposas (1996), su elegancia se volvió irónica y militante; en Cuando menos te lo esperas (2003), sofisticada y luminosa, demostró que la madurez podía ser deseable. Para la crítica es una de sus mejores obras; una película en la que comparte protagonismo con Jack Nicholson, donde interpreta a una escritora de sesenta años que se viste de blanco mientras se ríe del amor también era ella. Aquí, el pijama de lino blanco y el jersey de cuello alto son casi una declaración de principios. Y con La joya de la familia (2005), su ropa se volvió un refugio emocional: lanas suaves, tonos claros, texturas que contaban ternura.
Fuera del set, siguió siendo fiel a sí misma con sombreros de ala ancha, chaquetas oversize, faldas amplias, cinturones gruesos, guantes, gafas redondas y botas planas. Todo en blanco, negro o tonos tierra. Su relación con la moda fue de igual a igual. Nunca necesitó ser embajadora de nada. A los 60 años, se convirtió en referente de estilo para nuevas generaciones.

“No hay nada más elegante que la comodidad”, dijo una vez. “Y nada más atractivo que reírte de ti misma”. Diane Keaton no ha sido solo una actriz con Oscar y una filmografía brillante, que también. Ha sido una idea completa…, la de que la inteligencia, la imperfección y el humor también pueden ser parte de la belleza.
Hoy el mundo del cine, y quienes la admiramos, nos sentimos un poco huérfano. Las redes se han llenado de homenajes: Vogue ha recordado su influencia como icono de estilo; People ha mencionado que Cuando menos te lo esperas ha sido su película más querida; y Woody Allen Films ha agradecido su talento con una nota cargada de nostalgia.
Entre esos mensajes también ha reaparecido su escena en El club de las primeras esposas: tres mujeres vestidas de blanco, bailando con determinación y complicidad. Esa coreografía se ha convertido en una metáfora de una generación que ha aprendido a reclamar su poder con humor y sin rencor. Diane Keaton ha sido muchas cosas: actriz, icono, inspiración, espejo. Pero, sobre todo, ha sido una presencia luminosa que ha hecho del cine un lugar más humano, más libre, más divertido.