Hay algo de broma macabra en la nota de prensa que explica —y lo explica muy seriamente— que el ministerio de Vivienda y Agenda Urbana va a impulsar un número de teléfono 047 de atención al ciudadano en materia de vivienda, coincidiendo “con el 47 aniversario del artículo 47 de la Constitución, que dice que todos los españoles y las españolas tienen derecho a una vivienda digna y adecuada, y que mandata a los poderes públicos a actuar para evitar la especulación”. Es una política pública que podría ampliarse: podríamos empezar a celebrar, cada 47 meses o cada 47 días, un festivo en el cual se aceptara el sacrificio humano de algún joven que comparta un piso hacinado. O sortear entre el conjunto de la población inquilina española vivienda de protección oficial. O promover nuestros propios Juegos del Hambre extrayendo a dos representantes, dos tributos, de cada zona de alquiler tensionado, prometiendo que quien sobreviva tendrá una casa.

Ante su incapacidad para llevar adelante iniciativas legislativas ambiciosas y el miedo constante a que sea la vivienda lo que arrastre consigo al bloque progresista y a la legislatura, en medio de la depreciación del poder adquisitivo y la posición cada vez un poco más precaria de la juventud española, los argumentos del Gobierno para referirse al problema de la vivienda —y probablemente los argumentarios que suelte también ese número 047— se han reducido a la pedagogía un poco machacona sobre cómo las comunidades autónomas y municipios del Partido Popular no estarían aplicando las medidas desplegadas en la Ley de Vivienda aprobada en la legislatura pasada.
Esto, que es cierto, es sin embargo políticamente un poco inútil: da igual que Ayuso o Almeida tengan en su mano hacer un poco más, porque el ciudadano de a pie no distingue entre niveles competenciales o lo que puede hacer un Gobierno de la nación, el de la comunidad autónoma o el de su ayuntamiento. En la experiencia cotidiana de cualquiera, lo identificable, porque es vivido, es que suben los alquileres y hallar un piso es cada vez más difícil, o que es imposible la compra, o que los pisos más baratos y ni siquiera tanto que aparecen en los portales web sólo constan en modalidad de nuda propiedad: hay casas sin gente y gentes sin casa, pero lo que encima se vende son casas con gente dentro hasta que estas dejen de tenerlas. Tener un teléfono para explicar todo esto no va a conducir a más simpatía hacia la ministra de Vivienda, asunto difícil: si acaso puede generar más frustración.

Esa frustración es hoy, de hecho, canalizada fuera de los ámbitos institucionales. Pocos asuntos han contado con el músculo de movilización ciudadana que tiene hoy la cuestión de la vivienda, encarnada en organizaciones como el Sindicato de Inquilinas de Madrid o el Sindicat de Llogateres de Barcelona. No esperan que resuelvan sus problemas unos partidos supuestamente progresistas, sino que reivindican el poder del inquilinato organizado, la solidaridad y apoyo mutuo, la organización descentralizada. La imagen más clara de esta frustración quizá sea la de un meme que lleva circulando desde que empezó la legislatura: alguien da golpecitos con un palo al logotipo del Ministerio de Vivienda y señala cómo, ay, “mira, no hace nada”. Es probable que el número 047, la verdad, no haga nada tampoco.
Si escuchas sus palabras es todavía peor. Está claro que no piensan hacer absolutamente nada como gobierno. https://t.co/YDLPU4VlRq pic.twitter.com/wWYW06PGWu
— Pablo Echenique (@PabloEchenique) September 25, 2024
Esta semana, en el Congreso, el portavoz de Esquerra Republicana, Gabriel Rufián, lo señalaba con buen tino: si algo es capaz de hacer caer a este Gobierno, no serán las sospechas de corrupción, ni la putrefacción del Estado que se sucediera cuando estaban Ábalos y otros del montón aprovechándose de sus pasadizos. Será la vivienda. Y el único horizonte, es verdad, es el que formuló: “una familia, una casa”. No se trata de ofrecerle a cada inquilino un teléfono. Porque entonces parece que no nos quedan casas, sólo teléfonos. La desesperación a la hora de llamar a ese teléfono para supuestamente conocer “los derechos” que una posee en tanto que inquilina puede parecerse cada vez más a la que lleva a alguien a requerir una llamada a un teléfono de asistencia por salud mental, o al teléfono del suicidio.
No quiero ni imaginarme las llamadas que unos pobres teleoperadores mal pagados van a tener que atender, la cantidad de improperios contra la política de vivienda estatal, autonómica y municipal que van a recibirse y recopilarse en ese 047. Es un error, un error gravísimo que parezca que la política del Gobierno en vivienda se la toma el propio Gobierno a chiste. Sepan que, en la Francia del Antiguo Régimen, los cuadernos de quejas se saturaron justo antes de que llegase la Revolución y, eventualmente, la guillotina. Quizá no sirva para atajar el problema de la vivienda reinventar el cahier de doléances.