“Midinette suprema, supremización de la señorita ideal que se ha visto en un restaurante modesto, estilización de la dama sola que se ha visto en la más predilecta silla de los circos. Como nuestro supremo ideal hubiera sido ser parisiense de París, esta mujer, que tiene la magia de prolificar lo que se entrevé de lo femenino de París, es nuestra más fina seducción”. Estas son algunas de las palabras que Ramón Gómez de la Serna dedicaba en Ismos a la artista francesa Marie Laurencin, conocida si acaso para muchos por haber sido reducida a la “musa” y durante un tiempo esposa del poeta Apollinaire —literalmente, en el caso del cuadro de Henri Rousseau que los retrataba y que lleva por título La Musa inspirando al poeta—, nota al pie que “estaba allí” en los principales momentos del modernismo francés, del cubismo, pero que no goza en absoluto de ninguna de las famas o prerrogativas de sus compañeros generacionales.
A veces se me olvida lo mucho que me gusta esta artista hasta que de pronto, en algún museo, me cruzo con cualquiera de sus cuadros, que captan irremediablemente mi atención; dice Gómez de la Serna que “le molestan las formas, odia el mundo como si fuese algo demasiado grosero y tosco para su sensibilidad […] dibuja en un papelito el recuerdo en lo que tiene de más imprescindible, en lo que tiene de más imposible de no conservar, y después ese dibujo fabricado con todo el desgaire y la displicencia de un alma que odia los contornos, es lo que ella agranda en sus cuadros […] llega a los abismos de la pasión y del hastío para encontrar sólo eso, buscando sólo eso”. Me acordé hoy, cuando un amigo publicó la instantánea del retrato —bellísimo— que ella pintó de Coco Chanel; me acordé una vez en la Galería Nacional de Arte de Washington DC, delante de las tres etéreas sombras de mujeres que retrató en En el parque. Lo que Picasso despreciaba —al tiempo que la pintaba como una de las señoritas de Avignon—, diciendo que carecía de talento, a mí me parece de una finura extraordinaria; Pierre Cabane, crítico de France Culture, decía de ella que no era más que “una pequeña burguesa sin envergadura y pintora de banalidad entristecedora”.
Ha pasado en España con la exposición de Néstor de la Torre que estuvo los meses pasados en el Reina Sofía: son varios los artistas que recogen un hilo queer de la historia del arte y que han sido ignorados o despreciados como si se tratara de meros decoradores, estetas artificiosos, cuando representan a veces rupturas en otras direcciones o movimientos laterales interesantísimos.
Es sólo hoy cuando, al valorarla, hay escritura académica que habla de un neoclasicismo lesbiano, una representación de un mundo constituido sólo por mujeres, un ninfismo que imagina para las mujeres un espacio propio que no se resigna a los códigos machistas o a la pelea de egos de otro modernismo. La obra de Laurencin ha sido criticada muchas veces por excesivamente “femenina”, ligera, menor, demasiado delicada, excesiva en su delicadeza: aparte de una exposición en París en 2013, la más reciente vinculada a la autora ha sido la de la Barnes Foundation, que aporta una lectura mucho más interesante; Marie Laurencin: Sapphic Paris enfoca esa modernidad paralela para hablar ya no de un desvío cursi del cubismo, sino de la construcción deliberada de una utopía pictórica femenina y queer.
Sigue pasando, en 2025, que somos las mujeres quienes mayoritariamente leemos los libros que escriben otras mujeres, y también los de los hombres, mientras que los hombres son mucho más reticentes a leer algo que no haya escrito su mismo sexo; arrastramos igual que en el siglo XX esta mirada incapaz de contemplar lo femenino o sus significados sin hacerlo de menos, sin menoscabarlo, sin pensar en una obra que lo explore como si fuera demasiado suave, demasiado rosa, demasiado blanda. Laurencin desarrolla una obra interesantísima que aún no ha sido recuperada del todo, en parte por prejuicio machista; es también una pionera que sostuvo una relación íntima con otra mujer, Nicole Groult, durante prácticamente cuarenta años. Pasó un año en un taller de Madrid, de 1918 a 1919, ¿pero acaso alguien la recuerda en esta ciudad? Convendría, cuando buscamos lo nuevo en la historia del arte, prestar atención a todo aquello que del pasado hemos olvidado y que no ha quedado viejo, a cómo recuerda lo que pinta Laurencin a la obra rococó de pintores austriacos como Franz Anton Maulbertsch. Hay mucha historia LGTBIQ+ a restaurar trayendo de vuelta ideas como las del ninfismo.



